Capítulo 6: Superstición.

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Alba siempre había sido cabezota. Cabezota de más, si se permitía que Natalia opinase. Era raro que cambiase de idea cuando algo se le metía entre ceja y ceja. Por supuesto, eso no significaba que fuese una persona orgullosa, ni mucho menos. Sabía perfectamente reconocer cuándo se había equivocado y cuándo debía disculparse.

Por eso, cuando Natalia colgó la llamada y la vio acercarse, a toda prisa hacia ella, frunció el ceño. Algo no iba bien.

-Tengo un poco de frío, ¿nos vamos? -mintió, agarrando la mano de Natalia.

A pesar de los ojos de cachorro desamparado, la desesperación discurría entre la miel de la que estaban compuestos. Un insecto atrapado en ámbar.

-Está bien, no quiero que te resfríes -sonrío la morena, decidiendo no agobiar a su amiga.

Rehicieron las calles, ahora en absoluto silencio. Los columpios del parque las despidieron con chirridos burlones, risas metálicas que ponían los pelos de punta.

La estampa no era para menos. El pueblo estaba desierto, el bosque se le antojaba cada vez más inhóspito y el cableado de las farolas no debía estar demasiado allá, pues las luces parpadeaban y amenazaban con apagarse.

-Alba, ¿seguro que es sólo eso? -indagó Natalia, posando la mirada sobre el rostro cabizbajo de su amiga.

-Bueno... eso y que quizá me haya dado un poco de miedo... -reconoció la rubia, avergonzada.

-¿Puedo darte un abrazo?

-Por favor.

Natalia le pasó el brazo por los hombros, atrayéndola hacia ella. Alba recibió el contacto como un trago de agua fresca en mitad del desierto. Se aferró a Natalia esperando que todas sus dudas se evaporasen como por arte de magia, protegida como estaba entre sus férreos brazos. Cerró los ojos y se sumió en el latido de su corazón, la melodía que solía escuchar aquellas noches de embriaguez, cuando ninguna tenía ganas de volver a su piso y decidían dormir juntas.

Solo que ahora no estaba ebria, o al menos no de alcohol.

Natalia, tomando ventaja de su altura, apoyó la cabeza sobre la de Alba. No olía como su champú de siempre, aunque tendría que valer. Sintió las manos de su amiga traspasar el abrigo y las demás capas de ropa, asiéndose a su piel con los dedos helados, y trazando patrones invisibles sobre ella.

Era uno de esos momentos que sabían que guardaría como oro en paño, y que, pasase lo que pasase, siempre sería suyo. Natalia desearía poder congelar el tiempo en aquel instante, detener el mundo en la calidez de Alba Reche y perderse en cada detalle del que la rubia hiciese alarde.

Sin embargo, el tiempo corre para todos, y el frío afecta hasta el momento más intocable. Alba se separó de Natalia con los ojos más livianos y el corazón aún más desbocado, aunque no hizo ademán de soltar su mano. Natalia suspiró, dejando escapar alguna confesión no verbal que deseaba que Alba pudiera traducir. El viento se las llevó lejos, quién sabe a donde.

Minutos después, las dos muchachas alcanzaban la cresta de la empinada calle, cuyo cénit parecía ser el hostal en el que se hospedaban. La recepción daba ahora una sensación de calidez y confort que la morena agradeció, con el frío resbalándole por la piel.

-Buenad noches -saludó la anciana, con una sonrisa.- La cena se servirá pronto.

-Muchas gracias -sonrío Alba, intranquila y tirando de Natalia hacia la escalera.

La muchacha la siguió, despidiéndose de la mujer con un breve asentimiento. No sabía lo que había dicho, pero tampoco quería parecer maleducada. La urgencia de Alba le pareció suficientemente alarmante como para no oponer resistencia, dejándose arrastrar hasta la habitación y cerrando la puerta tras de sí.

-Alba, ¿qué pasa? Estás pálida -preguntó, acercándose hasta ella y tomando el rostro de la rubia entre sus manos, en busca de su frente.

-No me encuentro bien, no pasa nada más.

Natalia, incrédula, buscó algún indicio de fiebre sin demasiado éxito.

-Fiebre no tienes. ¿Quieres que te prepare un baño antes de la cena?

Alba negó con suavidad, separándose de Natalia.

-Todo está bien, Nat. Ve tú a ducharte y vamos luego a buscar a los chicos.

-¿Segura?

Alba asintió, fingiendo la mejor sonrisa que pudo. Natalia caviló unos instantes sobre si descurbrirle que no la creía o dejarla pasar, tomando la decisión de no alterarla más. Depositó un beso ligero sobre su frente y se acercó al armario para buscar una muda limpia. Cinco minutos después, la puerta del baño se tragó su imponente figura, y Alba suspiró aliviada.

Sacó la nota de la funda de su teléfono y le hizo una foto, volviéndola a esconder en el bolsillo interior de su chaqueta. Cercionándose de que Natalia estaba ocupada, salió de la habitación, sintiendo, ahora más que nunca, los ojos de la fotografías clavados en ella.

Los escalones crujieron bajo su peso, alertando a la propietaria del hospedaje de su llegada. La anciana mujer no pareció moverse un ápice, siguió con la vista clavada en el tapiz que andaba cosiendo.

Alba opinaba que la luz amarilla de los candelabros y apliques no era la idónea para coser, siendo validada su teoría por los esfuerzos que habían de hacer los ojillos de la mujer a la hora de enhebrar un hilo o encontrar el punto exacto en el que clavar la aguja.

-Buenas noches, Baba -saludó Alba.- ¿Le importa que me siente?

-Para nada, hija. A una vieja siempre le gusta tener compañía -sonrío, palmeando una silla cercana. Alba la movió hasta colocarse frente a la anciana y trató de seguir sus hábiles dedos conforme cosía.

-¿Puedo hacerle una pregunta?

Los ojillos de la anciana brillaron con curiosidad, despegándose por fin de la tela. Asintió, interesada en los devenires de aquella joven rubia.

Alba tragó saliva, esperando que las palabras salieran por sí solas. Trazando en su mente el cuidadoso esquema que debía seguir.

-¿Es usted supersticiosa?

-Todo el mundo aquí lo es. Costumbres de nuestros padres, pero sólo eso. ¿Por qué, chiquilla? Pareces angustiada.

-Yo... Encontré esto en la habitación -contestó, enseñándole la foto de la nota. La mujer, perpleja, alzó unas finas gafas que colgaban de su cuello para poder leerlo, y estalló en una sonora y ronca carcajada al acabarlo, hecho que hizo que las orejas de Alba ardieran de vergüenza.

-¡Estos nietos míos! -exclamó, divertida.- Ya no saben qué hacer para asustar a las visitas. No te asustes, muchacha, que no es nada importante. Solo son chiquilladas, fruto de las historias que se cuentan en el pueblo.

Alba sonrió, algo aliviada.

-Gracias, Baba.

-De nada, niña. Y no te preocupes, que yo hablaré con esos pequeños granujas.

Alba se despidió con brevedad de la mujer y subió el tramo de escaleras que la separaba del primer piso.

La anciana mantuvo la sonrisa hasta cerciorarse de que hubo desaparecido, transformándola entonces en un lúgubre semblante. Las gafas doradas desataron un par de destellos cuando volvió la cabeza hacia el pequeño armario entreabierto, donde un par de ojillos traviesos se adivinaban entre las sombras.

-No le quitéis el ojo de encima -ordenó.

Unas risitas infantiles resonaron por la recepción, cada vez más lejos. La anciana, satisfecha, prosiguió con su labor.

Quizá viajar al norte no había sido la mejor idea.

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Hola caracola. ¿Qué tal? ¿Preparadxs para el miedo?

-Sr. Danonino.

Bienvenido al Norte  | AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora