XVI

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Es la primera vez que se deja a sí misma derramar una lágrima delante de mí y no sé qué hacer. La veo tan abatida, tan debilitada y, la verdad, tan sola. No puedo evitar sentir el impulso de abrazarla. Y, por primera vez, lo hago.

Y no sé qué hubiera pasado si no lo hubiese hecho, porque apenas puede mantenerse en pie. La envuelvo entre mis brazos con mayor seguridad de la que realmente siento y ella, mujer de hierro de puertas para fuera, no responde inmediatamente. No me importa demasiado, sólo quiero que sepa que no está sola. Quiero que pueda confiar en alguien, que pueda confiar en mí. Me da igual si quiere hacerse la dura en el camino.

Sin embargo, parece que entre esas cuatro paredes y en tal grado de embriaguez ha llegado a su límite. Siento cómo la tensión de sus hombros es liberada lentamente y, al cabo de unos segundos, sus brazos rectos pegados al tronco comienzan a moverse, con algo de desconfianza al principio, para terminar casi aferrándose a mí. Su cabeza cae apoyada sobre mi hombro y escucho junto a mi oreja leves sollozos. Su aliento sobre mi cuello me eriza la piel de la nuca y noto cómo las piernas le flaquean, así que la agarro más fuerte.

Con palabras consoladoras la ayudo a desplazarse hasta el sofá, donde cae casi desplomada. Me siento frente a ella y la miro sacudiendo la cabeza. Me duele verla tan demacrada.

– Lauren, no puedes seguir así –me tomo la libertad de opinar y ella alza la mirada hasta mí, dejándome ver unos enrojecidos ojos llenos de lágrimas.

Se la ve agotada, como si ya no supiera ni dónde está, y como si tampoco le importase. Me siento en la obligación de hacer algo para ayudarla, aunque todo esto me haya venido nuevo de golpe y me encuentre totalmente perdida. Ella mira hacia otro lado pero busco sus ojos de nuevo y la reto a sostenerme la mirada.

– No puedes seguir viviendo con miedo a que llamen a la puerta, a que suene el teléfono, a que ese hombre te espere en tu casa. No puedes entregarle tu vida de esta manera.

La expresión de Lauren se endurece y niega con la cabeza sin mirarme.

– No me queda otra, Camila. Tú no lo entiendes –dice con la voz rota.

Me da la sensación de que está tratando de controlar las lágrimas otra vez y temo haberla fastidiado.

– Tienes razón, no lo entiendo –contesto sin dejar de buscar el contacto visual–. Yo no podría soportar lo que estás soportando tú.

Ella no contesta. Creo que llora en silencio. Siento unas ganas inmensas de abrazarla, pero algo me frena.

– Háblame –le pido con voz apacible–. No tienes que sufrir todo esto tú sola.

Lauren está mirando el suelo y se seca los ojos con las manos.

– Sí, tengo que hacerlo –susurra de forma que siento que se me desgarra algo por dentro.

– No, Lauren. Nadie merece esto, y tú menos todavía.

Sus ojos encuentran a los míos durante un segundo para luego perderse otra vez. Lo cierto es que lo he dicho sin pensar, pero no ha pasado muy desapercibido para ella.

– ¿Por qué crees que yo no? –me pregunta con la voz temblorosa a causa del llanto que aflora a su garganta.

– No lo creo, es así –afirmo de forma escueta en un intento de maquillar mis sentimientos hacia ella.

– No es así, Camila... No lo entiendes. Y es mejor así.

No parece haberlo dicho con mala intención pero sus palabras me llegan como una patada en el pecho. Esta vez soy yo quien aparta la mirada de ella. De pronto me siento avergonzada. Una adolescente creyendo que puede ayudar a su profesora, una mujer cuya vida no conoce.

El arte en una mirada; CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora