III

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Aún no nos hemos terminado el café cuando el teléfono de Lauren emite una corta melodía. Ella lo saca del bolso, lo mira un momento y lo vuelve a guardar.

– Y cuéntame, ¿qué estás haciendo? ¿Nos hiciste caso y te metiste a algo de Artes?

Abro la boca para contestar cuando su teléfono suena de nuevo y ella, que ni siquiera le ha dado tiempo a terminar de cerrar el bolso, vuelve a abrirlo con fastidio y mete la mano buscando el móvil que hace un segundo ha dejado caer. Cuando lo encuentra, la música ha cesado pero puedo advertir sus ojos recorriendo horizontalmente la pantalla y, tras ello, chasca los labios con hastío.

– Camila, lo siento, voy a tener que irme. Me ha salido una urgencia.

– No pasa nada. ¿Todo bien? –pregunto al notar el cambio en su expresión.

– Sí, sí. Es sólo que... –Mientras habla alza la cabeza para buscar al camarero con la mirada y una vez localizado le hace un gesto para que traiga la cuenta.

– No te preocupes, pago yo.

Pero siempre que pronuncio esas palabras parecen desvanecerse en el aire antes de llegar a los oídos de alguien, y esta no es la excepción, porque Lauren ya está rebuscando dentro de su monedero y dejando unas monedas sobre la mesa.

Empiezo a pensar que aquí acaba todo y cientas de cosas negativas más cuando ella me pregunta.

– Lo siento. ¿Lo dejamos para otro día?

Me pilla de sorpresa que quiera verme otro día; de hecho, he llegado a pensar que ha improvisado una excusa para irse, así que las palabras se me atrancan en la lengua.

– Eh, claro, si quieres...

Ella se levanta, se abrocha el abrigo, coge su bolso y su chocolate y emprende el camino hacia la puerta con premura, mientras el camarero recoge el dinero.

– Creo que aún tengo tu correo electrónico –me dice volviendo la cabeza–. Luego te escribo, ¿vale?

Asiento con la cabeza y sonrío como despedida, pero se va tan rápido que no creo que alcance a verlo. En cuanto la puerta se cierra siento un vacío ridículamente grande apoderarse de mi cuerpo, como si con ella se hubiese ido el aire que me llenaba. Fijo la mirada unos segundos en la gama de marrones que han formado la leche y el café al fusionarse, como dos jóvenes amantes que se entregan el uno al otro, y decido que la mejor forma de librarme de esa absurda sensación de abandono y humillación es acabarme el café, y eso hago. Después me marcho.

El frío me ayuda a pensar con claridad. O puede que a ensortijar aún más mis pensamientos. ¿Ha dicho que cree tener mi correo electrónico? ¿"Creo"? ¿Y qué pasa si no es así? No quiero que todo acabe aquí. Y conozco bien a Lauren en ese aspecto; tiene una mente prodigiosa, pero si hablamos de memoria es pésima.

Sólo me queda rezar a los dioses para que se acuerde o ser infeliz el resto de mis días. Siendo un poco menos extremista, sólo me queda esperar.

*

Lo primero que hago al llegar a casa es encender el ordenador y revisar el correo. Una acción estúpida porque obviamente no puede haberme escrito en tan poco tiempo. Aún así, a mi cabeza le parece que la bandeja de entrada vacía es una buena excusa para hacerme creer que hay muy pocas posibilidades de recibir mensaje alguno de Lauren, así que, resignada, cierro el portátil y me tumbo en la cama. Repaso mentalmente el encuentro que he tenido con ella y en mis labios aparece sin querer una inocente sonrisa. Mi memoria traza un recorrido cronológico desde su expresión al verme en su despacho, pasando por sus risas en la cafetería o su forma de cerrar los ojos para oler el café, hasta el momento en el que tiene que irse. Su mirada al leer el mensaje en su teléfono. Mi sonrisa se va esfumando sin que me dé cuenta. Lauren es totalmente diferente fuera de clase, y la he visto muchas veces seria, incluso irritada. Pero siempre dentro de clase. Siempre dentro de ese, digamos, papel que juega como profesora. Fuera de todo eso es una persona sensible, risueña, que sabe acompañar un mal trago de una sonrisa. O, al menos, eso es lo que yo he conocido de ella. Esta vez no ha habido sonrisa, y eso es lo que me descoloca.

Dándole vueltas termino por quedarme dormida, y me despierto una hora más tarde sobresaltada sin saber por qué. Recapitulo hasta situarme en tiempo y espacio y sólo entonces recuerdo que estoy esperando un correo, así que armada de más esperanza de la que esperaba me levanto. Cuando pongo un pie en el suelo me doy cuenta de que no todas las partes de mi cuerpo se han despertado aún y a punto estoy de caer de bruces si no llega a ser porque alcanzo a agarrarme al escritorio. Sigo atropelladamente mi camino hasta el portátil y abro el correo.

Cero mensajes.

Dejo caer los hombros desilusionada. En realidad es lo más lógico, pienso. ¿Por qué iba a conservar mi correo electrónico durante dos años si ya no me da clase? Si ni siquiera estoy en el instituto. Una profesora tan organizada como ella borra todos los correos al finalizar cada curso. Yo ya sabía eso. ¿Por qué me he ilusionado entonces?

Decido apartar el tema de mi cabeza porque incluso yo empiezo a verme dramática y obsesiva, y, lápices en mano, me centro en el último trabajo que tengo que entregar antes de acabar el curso. Y así me paso el resto de la tarde, aunque, reconozco, no sin revisar mi correo un par de veces, sin éxito.

El arte en una mirada; CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora