Keira tenía miedo a volar

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Keira tenía miedo a volar y no era por despegar sus pies del suelo, lo que siempre había deseado. Observaba a lo lejos bandadas de pájaros volando en perfectos círculos, refugiándose tras las nubes para que sus secretos no pudieran ser vistos. Intercambiando entre ellos y olvidando, a veces, que conformaban un ente único también. Keira observaba asombrada la perfecta armonía, con cierta envidia, hasta que alguno de los pájaros alzaba su vuelo más que los demás o descendía junto a ella. Nunca habló con ellos, no sintió lástima. Ella ni siquiera recordaba haber caído. La empatía, anclada como estaba al suelo, nunca había sido su especialidad. Lo que hacía que la miraran con cierta ira y la tacharan de "borde" o en el mejor caso "fría".

Pero le gustaba el frío, era algo de lo que uno se podía refugiar. Se imaginaba en un invierno eterno para justificarse y eso solía ser suficiente, "solía". Temía más al calor del que cuando aumentaba uno era incapaz de escapar. Imaginaba que tan lejos cómo eran capaces de llegar algunos de los pájaros, haría un calor espantoso y de esa forma, se autocomplacía en su solitario invierno.

Dije que solía porque Keira no solo observaba a los pájaros. A la distancia era capaz de llegar a amarlos, algunos lo llamarían obsesión o quizás capricho. Y no ocurría tan a menudo como su aburrimiento debería justificar que ocurriera. Había pocos, pero existían. Pájaros brillantes cuyos rayos de luz aclaraban parte de su mundo invernal. Pájaros destinados a alzar su vuelo más allá de los demás, y en consecuencia del campo de visión de Keira. Pájaros que no miraban abajo, pájaros con brillantes metas como su plumaje. Pájaros que solo observaban por encima de sus cabezas, como soñara Keira en el pasado. ¡Y era tan maravilloso enamorarse de ellos! Aunque en su invierno eterno fuera imposible, parecía que un extraño calor se apoderaba de su pecho. Le hacía olvidar por un instante donde estaba y qué podía y no hacer. Le hacía olvidar sus límites y abría ante ella un abanico de maravillosas posibilidades.

La cegaba tanto... la cegaba tanto que a veces se sentía capaz de volar. Y digo sentía porque en cuanto alzaba sus brazos y pegaba un pequeño brinco no sucedía NADA. Sus pies seguían tan anclados al suelo como desde hacía demasiado tiempo ya ocurría. ¿Era fuerte y lo superaba sin derramar ni una lágrima? Eso pensaban quienes cayeron y la llamaron fría. Nada traspasaba su imperturbable barrera, en apariencia. Así, cuando nadie la veía, abrazaba sus piernas acurrucada en el frío. No le molestaba. El frío la refugiaba de nuevo del calor que incendiaba su rebeldía y aumentaba sus esperanzas. El frío la refugiaba de sí misma. Y eso era... perfecto para ella en ese instante.

APÁTICAWhere stories live. Discover now