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Ni los gemelos ni Lola supieron exactamente qué había movido a Briony a abandonar los ensayos. En aquel momento ni siquiera sabían que lo había hecho. Estaban haciendo la escena en torno al lecho de enfermo, en la que Arabella, postrada en cama, recibe por primera vez en su buhardilla al príncipe disfrazado de buen médico, y la cosa iba bastante bien, o no peor de lo habitual, y los gemelos recitaban su texto no más torpemente que antes. En cuanto a Lola, no quiso ensuciarse su vestido de cachemira tumbándose en el suelo y optó por desplomarse sobre una silla, y la directora apenas pudo poner reparos al respecto. La prima había interiorizado tan plenamente el espíritu de su propia conformidad distante que se sentía inmune al reproche. Un momento antes, Briony estaba dando pacientes instrucciones a Jackson y luego se detuvo, frunció el ceño, como si fuera a corregirse, y se marchó. No hubo un momento culminante de diferencia creativa, ni un arranque de furia o una salida airada. Se dio media vuelta y simplemente salió de la habitación, como si se encaminara al cuarto de baño. Los demás aguardaron, sin saber que todo el proyecto se había acabado. Los gemelos creían haberse esforzado mucho, y Jackson, en particular, que todavía se sentía repudiado en la casa Tallis, pensaba que complacer a Briony podría ser un buen modo de rehabilitarse.
Mientras esperaban, los chicos jugaban al fútbol con un tarugo de madera y su hermana miraba por la ventana, tarareando en voz baja. Al cabo de un lapso incalculable, salió al pasillo y lo recorrió hasta el fondo, donde una puerta abierta daba a un dormitorio que no se utilizaba. Desde allí se divisaba el sendero de entrada y el lago surcado por una columna de fosforescencia reluciente, candente a causa del intenso calor vespertino. Recortada contra aquella columna, vislumbró a Briony más allá del templo de la isla, de pie al borde mismo del agua. De hecho, incluso era posible que estuviera dentro del agua: en aquel contraluz era difícil decirlo. No parecía que tuviese intención de volver. Cuando salía del cuarto, Lola vio junto a la cama una maleta que parecía de hombre, de cuero curtido y gruesas correas y descoloridas etiquetas de barco. Vagamente le recordó a su padre, y se paró junto a ella, y captó el tenue olor a hollín de un vagón de tren. Apretó con el pulgar uno de los cerrojos y lo desplazó hacia un lado. El metal pulido estaba frío, y el contacto de Lola dejó unas manchitas de condensación menguante. El cierre la sobresaltó al soltarse con una sonoridad maciza. Empujó la maleta y se precipitó fuera del cuarto.
Para los gemelos transcurrió un tiempo más informe. Lola les mandó a comprobar si la piscina estaba libre; se sentían incómodos allí si había adultos presentes. Los gemelos volvieron para informar de que en la piscina estaba Cecilia con otros dos adultos, pero para entonces Lola ya no estaba en el cuarto de juegos. Estaba en su dormitorio diminuto, arreglándose el pelo delante de un espejo de mano apoyado en el alféizar. Los gemelos se tumbaron en la cama estrecha y se hicieron cosquillas y lucharon y lanzaron ruidosos aullidos. Ella no podía mandarles a su propia habitación. Ahora ya no había ensayo, y la piscina no estaba disponible, y el tiempo sin organizar les oprimía. La añoranza les invadió cuando Pierrot dijo que tenía hambre; faltaban horas para la cena, y no sería correcto bajar ahora a pedir algo de comer. Además, los chicos no se atrevían a entrar en la cocina porque tenían pavor a Betty, a la que habían visto en la escalera, acarreando con expresión grave esterillas rojas hacia la habitación de los hermanos.
Poco después, los tres estaban de vuelta en el cuarto de juegos, el único en el que, aparte de los dormitorios, se creían con derecho a estar. El tarugo azul baqueteado estaba donde lo habían dejado, y todo estaba como antes. Jackson dijo: