Primera parte-13

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13

 Al cabo de media hora, Briony cometería su crimen. Consciente de que estaba compartiendo con un maníaco la extensión de la noche, al principio se mantuvo pegada a los muros ensombrecidos de la casa, y se agachaba por debajo del alféizar cada vez que pasaba por una ventana iluminada. Sabía que él se encaminaría hacia el camino principal porque era el que Cecilia había seguido con León. En cuanto creyó que les separaba una distancia segura, Briony, osadamente, recorrió desde la casa un amplio arco que la condujo hacia el establo y la piscina. Era sensato, desde luego, ver si los gemelos estaban allí, jugueteando con las mangueras o flotando de bruces, muertos, indistinguibles hasta el final. Pensó en cómo describiría el modo en que se mecían en la suave ondulación iluminada del agua, y cómo sus cabellos se esparcían como zarcillos y sus cuerpos vestidos chocaban suavemente entre sí y se separaban. El aire seco de la noche se le infiltraba entre la tela del vestido y la piel, y se sentía liviana y ágil en la oscuridad. No existía nada que no pudiese describir: las pisadas suaves del maníaco avanzando por el camino, sin salirse del lindero para amortiguar el rumor de su llegada. Pero su hermana estaba con León, y eso a Briony le quitaba un peso de encima. Sabía describir también aquel aire delicioso, las hierbas que despedían su dulce olor a ganado, la tierra calcinada que todavía conservaba las ascuas del calor del día y exhalaba el olor mineral de la arcilla, y la tenue brisa que transportaba desde el lago un sabor a verde y plata.

 Empezó a trotar por la hierba y pensó que podría seguir así toda la noche, cortando el aire sedoso, impulsada por la espiral acerada de la tierra dura bajo sus pies y por la forma en que la oscuridad doblaba la impresión de velocidad. Tenía sueños en los que corría así y luego brincaba hacia adelante, extendía los brazos y, cediendo a la fe —la única parte difícil, pero facilísima en el sueño—, abandonaba el suelo simplemente despegando de él, y volaba raso sobre los setos y cancelas y tejados, para luego ascender y quedarse exultantemente suspendida debajo de la capa de nubes, encima de los campos, antes de iniciar el descenso. Ahora intuía que aquello era factible gracias a la sola fuerza del deseo; el mundo sobre el cual corría la amaba y le daría lo que ella deseaba, y lo haría posible. Y, cuando lo hiciera, ella lo describiría. ¿No era escribir una especie de vuelo, una forma asequible de vuelo, de imaginación, de antojo?

 Pero había un maníaco rondando en la noche con un corazón oscuro e insatisfecho —ella ya le había frustrado una vez— y debía mantener los pies en la tierra para describirle también a él. Primero tenía que proteger de él a su hermana, y después encontrar medios de evocarle sin riesgo por escrito. Briony redujo el paso hasta un ritmo de paseo y pensó que él debía de odiarla por haberle interrumpido en la biblioteca. Y aunque la horrorizaba, era otra novedad, una aurora, otra primera vez: que la odiase un adulto. Los niños odiaban generosa, caprichosamente. Apenas importaba. Pero ser objeto de un odio adulto era una iniciación en un mundo nuevo y solemne. Era una promoción. Él quizás hubiese desandado el camino y la estaba esperando detrás del establo con propósitos homicidas. Pero ella procuraba no tener miedo. Le había sostenido la mirada en la biblioteca mientras su hermana pasaba de largo junto a ella, sin dar una muestra visible de gratitud por haberla liberado. Briony sabía que no se trataba de gratitud, que no era cuestión de recompensas. En materia de amor desinteresado, no era necesario decir nada, y protegería a su hermana incluso si ésta no reconocía la deuda. Y ahora Briony no podía temer a Robbie; mucho mejor era que él se convirtiese en su objeto de aborrecimiento y repulsión. Ellos, la familia Tallis, le habían proporcionado toda clase de cosas agradables: el propio hogar en que había crecido, innumerables viajes a Francia, el uniforme y los libros escolares, y después Cambridge; y, a cambio, él había empleado aquella palabra terrible contra su hermana y, en un abuso tremendo de la hospitalidad, había utilizado asimismo su fuerza contra ella, y se había sentado con toda su insolencia en la mesa familiar como si todo siguiera igual que siempre. ¡Qué desfachatez! ¡Y cómo ansiaba ella denunciarla! La vida real, la que ahora comenzaba, le había deparado un malhechor en forma de un viejo amigo de la familia, de miembros fuertes y torpes y cara recia y amistosa, que solía transportarla a la espalda y nadar con ella en el río y sostenerla a flote contra la corriente. Parecía algo normal; la verdad era extraña y engañosa, había que luchar para descubrirla contra el curso de la vida cotidiana. Era algo que nadie habría esperado, y con razón: los maleantes no se anunciaban con siseos o soliloquios, no llegaban con una capucha negra ni expresiones malsonantes. Al otro lado de la casa, alejándose de Briony, estaban León y Cecilia. Tal vez ella le estuviese contando la agresión que había sufrido. En tal caso, él le rodearía el hombro con el brazo. Juntos, los hermanos Tallis expulsarían a aquel bruto, le arrojarían lejos de sus vidas. Tendrían que enfrentarse con su padre, convencerle y consolarle de la decepción y de la ira. ¡Que su protegido hubiese resultado ser un maníaco! La palabra de Lola removía el polvo de otras palabras a su alrededor —hombre, loco, hacha, ataque, acuso— y confirmaba el diagnóstico.

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