Primera parte-6

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6

 Poco después del almuerzo, en cuanto se hubo asegurado de que los hijos de su hermana y Briony habían comido como debían, y de que cumplirían su promesa de no acercarse a la piscina durante al menos dos horas, Emily Tallis se retiró del fulgor blanco del calor de la tarde a una habitación fresca y oscura. No le dolía, no todavía, pero se retiraba antes de notar la amenaza. Había en su visión puntos luminosos, pequeños alfileres, como si al tejido desgastado del mundo visible lo sostuvieran en alto contra una luz mucho más viva. Sentía una pesadez en la esquina superior derecha del cerebro, el peso del cuerpo inerte de algún animal ovillado y dormido; pero cuando se tocaba la cabeza y apretaba, la presencia desaparecía de las coordenadas del espacio real. Ahora estaba en la esquina superior derecha de su mente, y en su imaginación ella podía ponerse de puntillas y alcanzarla con la mano derecha. Era importante, sin embargo, no provocarla; una vez que aquella perezosa criatura se desplazase desde la periferia hasta el centro, los dolores, agudos como un cuchillo, borrarían todo pensamiento y no habría la menor posibilidad de cenar con León y con su familia aquella noche. Se movería como una pantera enjaulada: porque estaría despierta, o por aburrimiento, o por el mero hecho de moverse, o por ningún motivo en absoluto, y sin la menor conciencia. Se tumbó en la cama boca arriba, sin almohada, con un vaso de agua al alcance de la mano y, a su lado, un libro que sabía que no podría leer. Lo único que quebraba la oscuridad era una larga y borrosa franja de luz del día reflejada en el techo, encima del bastidor. Estaba rígida, llena de aprensión, paralizada por la amenaza de un cuchillo, consciente de que el miedo no la dejaría dormir y de que su única esperanza residía en permanecer inmóvil.

 Pensó en el vasto calor que se cernía sobre la casa y el parque y se extendía como humo a lo largo de los Home Counties, asfixiando las granjas y los pueblos, y pensó en las abrasadoras vías de tren que traían a León y a su amigo, y en el carruaje achicharrado de techo negro en el que viajarían sentados junto a una ventanilla abierta. Había ordenado un asado para esa noche y con el sofoco no podrían comer. Oyó el crujido de la casa al expandirse. ¿O eran las vigas y los postes que se resecaban y contraían contra la manipostería? Encogiendo, todo estaba encogiendo. Las perspectivas de León, por ejemplo, se reducían cada año mientras rechazaba la oferta de ayuda que le hizo su padre, la oportunidad de un puesto decente de funcionario, y prefería ser el más humilde de los empleados de un banco privado, y vivir para los fines de semana y su barca de regatas. Estaría más enfadada con él si no tuviera un carácter tan dulce y ecuánime y si no estuviese rodeado de amigos triunfadores. Demasiado guapo, demasiado popular, ni una pizca de desdicha ni ambición. Un día quizás se presentase en casa con un amigo que se casaría con Cecilia, si tres años en Girton no la habían convertido en un partido imposible, con sus pretensiones de soledad, la costumbre de fumar en su cuarto y su inverosímil nostalgia de un tiempo recién caducado y de aquellas chicas de Nueva Zelanda, gordas y con gafas, con quienes había compartido un grupo, ¿o un sirviente de la residencia? La jerga exclusiva de Cambridge que empleaba Cecilia —los Halls, el Baile de las Doncellas, y todo aquel desaliño narcisista, las bragas secándose delante de la estufa eléctrica y el compartir dos un solo cepillo— disgustaba un poco a Emily, aunque no le inspiraba ni por asomo celos. Había sido educada en casa hasta los dieciséis años, y fue enviada a Suiza a pasar dos años que se vieron restringidos a uno solo por razones económicas, y sabía a ciencia cierta que todo aquel tinglado de las mujeres en la universidad era, en realidad, pueril, a lo sumo una juerga inocente, como el equipo femenino de regatas y el posar junto a sus hermanos, acicaladas con la solemnidad del progreso social. Ni siquiera otorgaban a las chicas diplomas adecuados. Cuando Cecilia volvió a casa en julio con sus notas finales —¡qué descaro por su parte estar descontenta de ellas!—, no tenía trabajo ni aptitudes y todavía le faltaba buscar un marido y afrontar la maternidad, y ¿qué iban a decirle a este respecto sus profesoras intelectualoides, con sus apodos idiotas y su reputación «temible»? Aquellas mujeres presuntuosas habían conquistado una inmortalidad local a causa de las excentricidades más insulsas y más tímidas: pasear a un gato atado con una correa de perro, montar en una bici de hombre, dejarse ver comiendo un bocadillo en la calle. Una generación más tarde, aquellas damas tontas e ignorantes estarían bien muertas y seguirían siendo veneradas en los refectorios universitarios, donde harían sobre ellas comentarios en voz baja.

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