Primera parte-8

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 Al atardecer, nubes altas en el cielo del oeste formaron una fina capa amarilla que se fue adensando según avanzaba la hora y luego se espesó, hasta que un fulgor filtrado de color naranja se cernió sobre las frondas gigantescas de los árboles del parque; las hojas se tornaron de un tono pardo de almendra, y de un color negro aceitoso las ramas entrevistas entre el follaje, y las hierbas secas cobraron la tonalidad del cielo. Un pintor fauve consagrado a la búsqueda de colores imposibles podría haber imaginado un paisaje así, en especial cuando el cielo y la tierra adquirieron un esplendor rojizo, y los troncos hinchados de robles vetustos se volvieron tan negros que empezaron a parecer azules. Aunque el sol, al ponerse, se había atenuado, la temperatura parecía aumentar porque ya no soplaba la brisa que había proporcionado un débil alivio a lo largo del día, y el aire estaba ahora inmóvil y cargado.

 La escena, o una diminuta porción de ella, habría sido visible para Robbie Turner a través de una claraboya precintada, si se hubiera tomado la molestia de levantarse del baño, doblar las rodillas y girar el cuello. Durante todo el día, su pequeño dormitorio, el cuarto de baño y el cubículo encajado entre ambos, al que él llamaba su estudio, se habían abrasado bajo la vertiente meridional del tejado del bungalow. Durante más de una hora, al volver del trabajo, había estado sumergido en un baño templado, mientras su sangre y, al parecer, sus pensamientos, caldeaban el agua. Sobre él, el rectángulo enmarcado de cielo recorría lentamente su segmento limitado del espectro, del amarillo al naranja, mientras Robbie tamizaba sentimientos desconocidos y evocaba una y otra vez determinados recuerdos. Ninguno amainaba. A intervalos, unos centímetros por debajo de la superficie del agua, los músculos de su estómago se tensaban involuntariamente al rememorar otro detalle. Una gota de agua sobre la parte superior del brazo de ella. Mojada. Una flor bordada, una sencilla margarita, cosida entre las copas de su sujetador. Sus pechos bien separados y pequeños. En la espalda, un lunar cubierto a medias por una cinta. Cuando ella salió del pilón, un vislumbre de la oscuridad triangular que las bragas se suponía que ocultaban. Mojada. Lo vio, se obligó a volver a verlo. El modo en que los huesos de su pelvis despegaban el tejido de su piel, la profunda curva de su talle, su extraordinaria blancura. Cuando ella extendió la mano para recoger su falda, un pie negligentemente levantado descubrió una pella de tierra en cada envés de sus dedos dulcemente decrecientes. Otro lunar del tamaño de un cuarto de penique en el muslo y algo purpúreo en la pantorrilla: una marca de color fresa, una cicatriz. No máculas. Ornatos. La conocía desde que eran niños, y nunca la había mirado. En Cambridge, ella fue una vez a su cuarto con una chica neozelandesa de gafas y alguien de su facultad, y Robbie estaba en compañía de un amigo de Downing. Pasaron una hora de holganza amenizada con bromas nerviosas, y circularon cigarrillos. De vez en cuando se cruzaban en la calle y se sonreían. A ella siempre parecía incomodarla: «Es el hijo de nuestra asistenta», quizás susurrase a sus amigas cuando pasaba de largo. A él le gustaba que la gente supiera que no le importaba: «Ésa es la hija de la señora de mi madre», le dijo a un amigo en una ocasión. Se protegía con su fe política, con su teoría científica de las clases y con su propio aplomo algo forzado. Soy lo que soy. Ella era como una hermana, casi invisible. Aquella cara larga y estrecha, la boca pequeña; si alguna vez hubiera pensado en ella, habría podido decir que tenía un aspecto un poco caballuno. Ahora veía que era una beldad extraña: había algo esculpido y quieto en su cara, sobre todo alrededor de los planos inclinados de sus pómulos, y un destello silvestre en los orificios nasales, y una boca llena, reluciente como un capullo de rosa. Sus ojos eran oscuros y contemplativos. Su mirada era de estatua, pero sus movimientos eran rápidos e impacientes; aquel jarrón estaría todavía intacto si ella no se lo hubiese arrebatado tan súbitamente de las manos. Era evidente que estaba inquieta, aburrida y recluida en la casa Tallis, y que pronto se iría.

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