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Hasta última hora de la tarde Cecilia no consideró que el jarrón estaba reparado. Se había recocido al sol toda la tarde en una mesa junto a una ventana de la biblioteca orientada al sur, y ahora lo único que se veía en el vidriado eran tres líneas serpenteantes que convergían como ríos en un atlas. Nadie lo sabría. Al atravesar la biblioteca con el jarrón en las manos, oyó lo que pensó que era el sonido de pies descalzos en las baldosas del pasillo de fuera, al lado de la puerta. Tras haber pasado muchas horas sin pensar adrede en Robbie Turner, le pareció indignante que él volviera a entrar en la casa sin calcetines. Salió al pasillo, resuelta a reprenderle su insolencia, o su mofa, y se topó, en cambio, con su hermana, visiblemente angustiada. Tenía los párpados hinchados y resáceos, y se pellizcaba el labio inferior con el pulgar y el índice, viejo indicio en Briony de que se avecinaba un copioso llanto.
—¡Cariño! ¿Qué pasa?
En realidad tenía los ojos secos, y los bajó levemente para captar el jarrón y luego pasó de largo, hasta donde estaba el caballete que sostenía el cartel con el título alegre y multicolor, y un montaje a lo Chagall de pasajes de la obra pintados con acuarela alrededor de las letras: los padres llorosos despidiendo a Arabella, el viaje a la costa bajo la luz de la luna, la heroína en su lecho de enferma, una boda. Se detuvo un momento ante el cartel y luego, con un violento golpe transversal, desgarró más de la mitad del anuncio y lo dejó caer al suelo. Cecilia posó el jarrón, corrió hasta su hermana y se arrodilló para recoger el trozo roto antes de que Briony lo pisoteara. No sería la primera vez que la había rescatado de la autodestrucción.
—Hermanita. ¿Son los primos?
Quería consolarla, porque a Cecilia siempre le había encantado mimar a la bebé de la familia. Cuando era pequeña y propensa a tener pesadillas —aquellos gritos terribles en mitad de la noche—, Cecilia iba a su cuarto y la despertaba. Vuelve, le susurraba. No es más que un sueño. Vuelve. Y luego se la llevaba a su cama. Quiso rodear el hombro de Briony, pero ella ya no se estaba tirando del labio, se había ido hasta la puerta principal y descansaba una mano en la aldaba de latón, una testa de león que la señora Turner había abrillantado esa tarde.
—Los primos son estúpidos. Pero no sólo es eso. Es...
Se retrajo, dudando de si debía contar su revelación reciente.
Cecilia alisó el triángulo de papel rasgado y pensó que su hermana estaba cambiando. Le habría convenido más que Briony hubiese llorado y se dejase consolar en la chaise longue de seda del salón. Unos murmullos aterciopelados y relajantes habrían sido un alivio para Cecilia después de un día frustrante, cuyas diversas contracorrientes sentimentales había preferido no examinar. Encarar los problemas de Briony con caricias y palabras amables habría restaurado una sensación de control. Sin embargo, había un elemento de autonomía en la desdicha de la niña. Vuelta de espaldas, estaba abriendo la puerta de par en par.
—¿Qué es, entonces?
La propia Cecilia notó el tono mendicante de su propia voz.
Más allá de su hermana, allende el lago, el sendero se curvaba a lo largo del parque, se estrechaba y ascendía sobre una elevación del terreno hasta un punto donde se agrandaba una forma diminuta, a la que el alabeo del calor volvía informe, y que luego titilaba y parecía esfumarse. Debía de ser Hardman, que, según decía, era demasiado viejo para conducir un automóvil y traía a los visitantes en el carruaje de dos ruedas.