Primera parte-10

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 La propia complejidad de sus sentimientos confirmó a Briony en su idea de que estaba entrando en un terreno de emociones y disimulos adultos de los que habría de beneficiarse su escritura. ¿En qué cuento de hadas había tantas contradicciones? Una curiosidad frenética e irreflexiva la impulsó a despojar a la carta de su sobre, y aunque la conmoción del mensaje justificaba plenamente su conducta, no por ello dejó de sentirse culpable. Estaba mal abrir las cartas ajenas, pero estaba bien, era esencial, que ella lo conociera todo. Estaba encantada de volver a ver a su hermano, pero no por ello dejó de exagerar sus efusiones, con el fin de esquivar la pregunta acusadora de su hermana. Y después se había limitado a fingir que obedecía prontamente la orden de su madre de subir corriendo a su cuarto; además de escapar de Cecilia, necesitaba estar sola para pensar en la nueva imagen de Robbie y perfilar el párrafo inaugural de un relato cargado de vida real. ¡Basta de princesas! La escena junto a la fuente, su cariz de fea amenaza y, al final, cuando los dos se fueron por caminos distintos, la luminosa ausencia que relucía sobre la humedad de la grava: había que reconsiderar todo aquello. La carta había aportado algo elemental, brutal, quizás hasta criminal, algún principio de tinieblas, y a, pesar de la excitación que le inspiraba aquel nuevo horizonte, no dudaba de que Cecilia estaba de algún modo amenazada y necesitaría su ayuda.

 La palabra: procuró impedir que resonase en sus pensamientos, pero bailoteaba obscenamente en ellos, como un demonio tipográfico que hacía malabarismos con anagramas insinuantes, vagos: un cono y un moño, la palabra que en latín quiere decir siguiente, un viejo rey inglés que intentaba detener la marea. Cobraban forma vocablos de libros infantiles que rimaban con ella: el cerdito más pequeño de la carnada, la jauría que persigue al zorro, las barcas de fondo plano en el río Cam, junto al prado de Grantchester. Naturalmente, nunca había oído pronunciar la palabra, ni la había visto escrita, ni la había encontrado señalada con un asterisco. Nadie en su presencia había aludido nunca a la existencia del término, y lo que es más, nadie, ni siquiera su madre, se había referido nunca a la existencia de aquella parte de ella a la que —Briony estaba segura— se refería la palabra. No dudaba de que aquello era lo que era. El contexto ayudaba pero, más que eso, la palabra y su significado eran todo uno, y era casi onomatopéyica. Los contornos huecos y en parte cercados de sus tres primeras letras eran tan claros como una serie de dibujos anatómicos. Tres figuras acurrucadas debajo de la tilde. Le asqueaba profundamente que la palabra hubiese sido escrita por un hombre, delatando una imagen en su mente, revelando una preocupación solitaria.

 Había leído la nota con el mayor descaro en el centro del vestíbulo, y de inmediato había presentido el peligro que entrañaba aquella crudeza. Algo irreductiblemente humano, o algo masculino, amenazaba el orden de su familia, y Briony sabía que todos sufrirían si no ayudaba a su hermana. Era también evidente que habría que ayudarla con tacto y delicadeza. De lo contrario, como Briony sabía por experiencia, Cecilia la tomaría contra ella.

 Estos pensamientos la inquietaron mientras se lavaba las manos y la cara y escogía un vestido limpio. No vio en ninguna parte los calcetines que quería ponerse, pero no perdió el tiempo en buscarlos. Se puso otros, se ató las tiras de los zapatos y se sentó al escritorio. Abajo estaban tomando cócteles y disponía de al menos veinte minutos para ella sola. Se peinaría al salir del cuarto. Un grillo cantaba fuera de la ventana abierta. Tenía ante sí una resma de pliegos del despacho de su padre, la luz del escritorio arrojaba un reconfortante ruedo amarillo, y sostenía en la mano su pluma estilográfica. El rebaño ordenado de animales de granja alineados a lo largo del alféizar y las muñecas puritanas que ocupaban los diversos cuartos de la casita abierta por un lado, aguardaban la gema de su primera frase. En aquel momento, la urgencia de escribir era más fuerte que cualquier barrunto que tuviera de lo que fuese a escribir. Lo que quería era perderse en el desarrollo de una idea irresistible, ver el hilo negro que manaba de la punta de su rasposo plumín de plata y que se enroscaba formando palabras. Pero ¿cómo hacer justicia a los cambios que por fin la habían convertido en una auténtica escritora, y al caótico enjambre de impresiones, y al asco y la fascinación que la embargaban? Había que poner orden. Empezaría, como ya había decidido antes, por una sencilla crónica de lo que había visto en la fuente. Pero aquel episodio a la luz del día no era tan interesante como el atardecer, los minutos ociosos en el puente, extraviada en ensueños, y luego la aparición de Robbie entre penumbras, que la llamaba y tenía en la mano el pequeño cuadrado blanco que contenía la carta que contenía la palabra. ¿Y qué contenía la palabra?

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