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El templo de la isla, construido al estilo de Nicholas Revett a fines del decenio de 1780, había sido concebido como un punto de interés, un elemento que llamara la atención para realzar el ideal bucólico, y no tenía, por supuesto, propósito religioso alguno. Estaba bastante cerca de la orilla del agua, elevado sobre un talud prominente, para arrojar un reflejo pintoresco en el lago, y desde la mayoría de perspectivas la fila de columnas y el frontón que había sobre ellas estaban sombreados por la fronda encantadora de los olmos y robles que habían crecido alrededor. Visto de más cerca, el templo presentaba un aspecto más triste: la humedad, que ascendía a través de una membrana aislante deteriorada, había provocado el desprendimiento de algunos paneles de estuco. En algún momento de finales del siglo xix se habían hecho toscas reparaciones con cemento sin pintar, que se había vuelto pardo y daba al edificio una apariencia sucia y enfermiza. En otros puntos, los listones al descubierto, que también se estaban pudriendo, mostraban el costillar de un animal famélico. Hacía tiempo que habían retirado las puertas dobles que se abrían a una cámara circular de techo abovedado, y el suelo de piedra estaba cubierto por una capa gruesa de hojas y mantillo, excrementos de pájaros y animales diversos que entraban y salían del templo. Faltaban todos los cristales de las hermosas ventanas georgianas, rotas por León y sus amigos a finales de los años veinte. En las altas hornacinas que en un tiempo habían contenido estatuas no había ahora nada más que sucios restos de telarañas. El único mobiliario era un banco procedente del campo de criquet del pueblo: de nuevo, el joven León y sus terribles amigos de la escuela. Habían arrancado las patas para romper las ventanas, y yacían en el exterior, desmigajándose blandamente en la tierra, entre las ortigas y los incorruptibles añicos de cristales.
Así como la caseta de la piscina situada detrás del establo imitaba características del templo, éste supuestamente encarnaba referencias a la casa original, de estilo Adam, aunque nadie de la familia Tallis sabía cuáles eran. Tal vez fuese el estilo de las columnas, o el frontón, o las proporciones de las ventanas. En diferentes épocas del año, pero sobre todo en Navidad, cuando los ánimos eran expansivos, algunos miembros de la familia que cruzaban el puente prometían investigar el asunto, pero ninguno se tomaba la molestia de dedicarle tiempo cuando comenzaba el atareado nuevo año. Más que su deterioro, era este nexo, este recuerdo perdido del parentesco más noble del templo, lo que confería su aire triste a la pequeña construcción inútil. Y templo era el huérfano de una gran dama de sociedad, ahora que nadie se ocupaba de él, que nadie lo miraba, niño había envejecido antes de tiempo y se había abandonado. Había una mancha afilada de hollín, tan alta como ur hombre, en un muro exterior donde dos vagabundos, er una ocasión, habían perpetrado el escándalo de encender una fogata para asar una carpa que no les pertenecía. Durante largo tiempo había habido una bota apergaminada la intemperie, sobre la hierba que los conejos mantenían al ras. Pero cuando Briony la buscó, la bota había desaparecido, como todas las cosas harían a la larga. La idea de que el templo, que ostentaba su propio crespón negro, guardase luto por la mansión incendiada, que anhelara una presencia invisible y magna, le confería una atmósfera débilmente religiosa. La tragedia lo había salvado de ser una mera imitación.
Es difícil fustigar durante mucho tiempo a las ortigas sin que emerja una historia, y Briony no tardó en hallarse absorta y gravemente contenta, aunque ofreciese el aspecto de una chica embargada por un humor de perros. Peló una delgada rama de avellano que había encontrado. Había trabajo que hacer, y lo acometió. Una alta ortiga de primorosa apariencia, con la testa tímidamente agachada y las hojas medianas extendidas hacia fuera, como manos que protestan inocencia: esta planta era Lola, y aunque lloriquease pidiendo clemencia, el arco silbante de una vara de un metro la segó por las rodillas y lanzó por el aire su torso despreciable. Era una actividad demasiado gratificante para interrumpirla, y las siguientes ortigas también eran Lola; ésta, inclinada para susurrar algo al oído de su vecina, fue cercenada con una mentira indignante en los labios; aquí aparecía Lola de nuevo, separada de las otras, con la cabeza ladeada en maquinación venenosa; allí, presidía un corro de jóvenes admiradores y estaba propalando rumores sobre Briony. Era lamentable, pero los admiradores tendrían que morir con ella. Luego volvió a erguirse, envalentonada por los diversos pecados de su prima —orgullo, gula, avaricia, reluctancia a cooperar—, y por cada uno pagó con una vida. Su último acto de maldad fue caer a los pies de Briony y pincharle los dedos. Cuando Lola ya había muerto suficiente, tres pares de jóvenes ortigas fueron sacrificadas por la incompetencia de los gemelos: el castigo era indiferente y no dispensaba mercedes especiales a los niños. Después, la escritura de obras de teatro se transformó asimismo en una ortiga; de hecho se convirtió en varias; la superficialidad, el tiempo malgastado, el desorden de las mentes ajenas, la inutilidad del fingimiento: en el jardín de las artes, era una mala hierba y debía morir.