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Por muy elegante que hubiese sido el antiguo edificio de estilo Adam, por bellamente que en otro tiempo hubiera presidido el parque, los muros no podrían haber sido tan robustos como los de la estructura baronial que lo reemplazó y sus habitaciones nunca habrían poseído la misma cualidad de silencio obstinado que en ocasiones envolvía a la casa Tallis. Emily sintió su achaparrada presencia cuando cerró la puerta delantera sobre los miembros de la batida y se volvió para cruzar el vestíbulo. Supuso que Betty y sus ayudantes estarían tomando el postre en la cocina y no sabrían que el comedor se había quedado desierto. No se oía nada. Las paredes, el artesonado, el peso omnipresente de las piezas de mobiliario casi nuevas, los morillos colosales, los mantos de chimenea empotrados, de brillante piedra nueva, remitían a través de los siglos a una época de castillos solitarios en bosques mudos. La intención de su suegro, conjeturó, fue crear un ambiente de solidez y tradición familiar. Un hombre que se había pasado la vida diseñando cerrojos y cerraduras de hierro comprendía el valor de la intimidad. El ruido procedente del exterior de la casa había sido eliminado por completo, y hasta los sonidos domésticos del interior quedaban amortiguados y en ocasiones hasta suprimidos de algún modo.
Emily suspiró y, al no oírse a sí misma del todo, suspiró de nuevo. Estaba junto al teléfono que había sobre una mesa semicircular de hierro forjado al lado de la biblioteca, y descansó la mano en el auricular. Para hablar con el alguacil Vbckins tendría que hablar primero con su esposa, una mujer parlanchína a quien le gustaba cotorrear de huevos y temas conexos: el precio del pienso para gallinas, los zorros, la fragilidad de las bolsas de papel modernas. Su marido se negaba a mostrar la deferencia que cabía esperar de un policía. Profería con sinceridad perogrulladas que en su pecho abotonado muy prieto resonaban como una sabiduría arduamente obtenida: nunca llovía, sino que diluviaba, el ocio es la madre de todos los vicios, una manzana podrida corrompe a las demás. Por el pueblo corría el rumor de que había sido sindicalista antes de ingresar en las fuerzas del orden y dejarse crecer el bigote. En los días de la huelga general, se le había visto transportando octavillas en un tren.
Además, ¿qué le pediría al alguacil del pueblo? Para cuando él le hubiese dicho que los chicos siempre serían chicos y hubiera sacado de la cama a media docena de lugareños para organizar una batida, habría transcurrido una hora y los gemelos ya habrían vuelto a casa, disuadidos por la inmensidad del mundo durante la noche. De hecho, no eran los chicos los que ocupaban su pensamiento, sino la madre de ellos, su hermana, o más bien su encarnación en la figura enjuta y fuerte de Lola. Cuando Emily se levantó de la mesa del comedor para consolar a la chica, descubrió sorprendida que le guardaba rencor. Cuanto más lo sentía, más se volcaba sobre Lola para ocultarlo. El arañazo en la mano era innegable, y las contusiones en el brazo, a decir verdad, bastante impresionantes, teniendo en cuenta que se las habían infligido dos niños. Pero un viejo antagonismo compungía a Emily. Era a su hermana Hermione a quien estaba sosegando, era a Hermione, ladrona de escenas, pequeña maestra del histrionismo, a quien apretaba contra sus pechos. Al igual que antaño, cuanto más furiosa estaba, más atenta se volvía. Y cuando la pobre Briony encontró la carta de los gemelos, fue aquel mismo antagonismo lo que impulsó a Emily a volverse contra ella con insólita vehemencia. ¡Qué injusto! Pero la perspectiva de que su hija, o cualquier otra chica más joven que la propia Emily, abriese el sobre y aumentase la tensión simplemente abriéndolo un poco demasiado despacio, y que luego leyese la nota en voz alta a todos los presentes, dando la noticia y convirtiéndose en el centro de atención, resucitaba viejos recuerdos y pensamientos mezquinos.