Ya había suficientes horrores, pero fue el detalle inesperado el que le asaltó y luego no habría de abandonarle. Cuando llegaron al paso a nivel, al cabo de una caminata de cinco kilómetros por una carretera estrecha, vio el camino que estaba buscando y que torcía hacia la derecha, luego bajaba y volvía a ascender hacia un soto que recubría una colina baja hacia el noroeste. Hicieron un alto para que él pudiese consultar el mapa. Pero no estaba donde él pensaba que tenía que estar. No estaba en su bolsillo, ni metido dentro de su cinturón. ¿Se le habría caído, o se lo habría dejado en la última parada? Dejó caer el abrigo al suelo y estaba rebuscando en los bolsillos cuando comprendió. Tenía el mapa en la mano izquierda, y debía de haberlo tenido en ella durante más de una hora. Miró a los otros dos, pero ellos miraban a otro lado, se mantenían aparte, fumando en silencio. El mapa seguía en su mano. Se lo había arrancado de los dedos a un capitán de los West Kents tendido en una trinchera a las afueras de..., ¿a las afueras de dónde? Aquellos mapas de la retaguardia no abundaban. Cogió también el revólver del capitán muerto. No se proponía hacerse pasar por un oficial. Había perdido su fusil y solamente quería sobrevivir.
El sendero que le interesaba salía del costado de una casa bombardeada, totalmente nueva, tal vez la casa de un ferroviario reconstruida después de la última vez. Había rastros de animales en el barro, alrededor de un charco formado en un surco de neumáticos. Probablemente huellas de cabras. Desperdigados en derredor había jirones de tela rayada con los bordes ennegrecidos, restos de cortinas o de ropa, y un marco de ventana rota colgado sobre un arbusto, y en todas partes olía a hollín húmedo. Aquél era su camino, su atajo. Dobló el mapa, recogió el abrigo y cuando se estaba enderezando y se lo estaba colgando sobre los hombros, lo vio. Los otros, presintiendo su movimiento, se volvieron y siguieron su mirada. Era una pierna en un árbol. Era un plátano maduro que empezaba a echar hojas. La pierna estaba a una altura de seis metros, encajada en la primera horquilla del tronco, desnuda y cercenada limpiamente por encima de la rodilla. Desde donde ellos estaban no vieron señal de sangre o de carne desgarrada. Era una pierna perfecta, pálida, tersa, lo suficientemente pequeña para pertenecer a un niño. Por el modo en que estaba insertada en la horquilla, parecía estar expuesta, para provecho o aleccionamiento de los espectadores: esto es una pierna.
Los dos cabos emitieron un sonido desdeñoso de asco y recogieron sus cosas. Se negaron a acercarse. En los últimos días ya habían visto bastante.
Nettle, el camionero, sacó otro cigarrillo y dijo:
—Bueno, ¿por dónde ahora, jefe?
Le llamaban así para solventar la espinosa cuestión del rango. Él echó a andar por el sendero de prisa, casi al trote. Quería adelantarse y perderse de vista para vomitar o para cagar, no sabía muy bien cuál de las dos cosas. Detrás de un granero, junto a un montón de pizarras rotas, su cuerpo escogió por él la primera opción. Tenía tanta sed que no podía permitirse perder líquido. Bebió de su cantimplora, y rodeó el edificio. Aprovechó ese momento a solas para mirarse la herida. Estaba en el costado derecho, justo debajo de las costillas, y era del tamaño de una moneda de media corona. No tenía mal aspecto, después de haber limpiado, la víspera, la sangre seca. Aunque la piel de alrededor estaba roja, no había mucha hinchazón. Pero dentro había algo. Lo notaba moverse cuando caminaba. Quizás un pedazo de metralla.
Cuando los cabos llegaron donde estaba, ya se había remetido la camisa y fingía examinar el mapa. En presencia de ellos, el mapa era su única intimidad.
—¿A qué vienen tantas prisas?
—Habrá visto un panecillo.