Primera parte-11

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 A pesar de la adición posterior de menta fresca picada a una mezcla de chocolate derretido, yema de huevo, leche de coco, ron, ginebra, plátano triturado y azúcar glasé, el cóctel no era especialmente refrescante. Disminuyó aún más el apetito ya estragado por el calor de la noche. A casi todos los adultos que entraron en el aire bochornoso del comedor les producía náuseas la perspectiva de un asado de carne, aunque tuviera ensalada, y se habrían conformado con un vaso de agua fría. Pero el agua era sólo para los niños, y los demás tuvieron que reanimarse con un vino de postre a temperatura ambiente. Había tres botellas abiertas en la mesa; en ausencia de Jack Tallis, Betty solía tener un impulso inspirado. No se podía abrir ninguna de las tres ventanas altas, porque sus marcos se habían alabeado hacía mucho tiempo, y un aroma de polvo caliente de la alfombra persa se elevó para recibir a los comensales cuando entraron. Fue un consuelo que hubiese sufrido una avería la camioneta del pescadero que traía el primer plato de cangrejo adobado.

 Realzaban el efecto asfixiante los paneles de manera oscura que arrancaban del suelo y revestían el techo, y el único cuadro del comedor, un vasto lienzo que colgaba sobre un manto de chimenea sin iluminar desde su construcción: un fallo en los planos arquitectónicos no había previsto un tiro o una chimenea. El retrato, al estilo de Gainsborough, mostraba a una familia aristocrática —padres, dos chicas adolescentes y un niño, todos ellos de labios finos, y pálidos como demonios necrófagos— posando delante de un paisaje vagamente toscano. Nadie sabía quiénes eran, pero era probable que Harry Tallis pensara que darían una impresión de solidez a su casa.

 Emily, en la cabecera de la mesa, colocaba a los comensales según entraban. Puso a León a su derecha y a Paul Marshall a su izquierda. León tenía a su derecha a Briony y a los gemelos, mientras que Marshall tenía a Cecilia a su izquierda y a continuación a Robbie y después a Lola. Robbie estaba de pie detrás de su silla, agarrándola para sostenerse, y asombrado de que nadie pareciese darse cuenta de que todavía le palpitaba el corazón. Había eludido el cóctel, pero tampoco tenía apetito. Se volvió ligeramente para no ver de frente a Cecilia, y cuando los demás ocuparon sus puestos advirtió con alivio que estaba sentado entre los niños.

 A una señal de su madre, León farfulló una breve bendición interrumpida —«Por los alimentos que vamos a recibir»—, cuyo amén fue el chirrido de las sillas. El silencio que siguió cuando se sentaron y desdoblaron las servilletas lo habría roto con desenvoltura Jack Tallis, introduciendo un tema escasamente interesante mientras Betty rodeaba la mesa con la carne de vaca. Esta vez, los comensales la observaban y escuchaban cuando ella se inclinaba murmurando algo en cada puesto y raspando la bandeja de plata con la cuchara y el tenedor de servir. ¿A qué otra cosa dedicar la atención, cuando lo único que llenaba la habitación era el silencio? Emily Tallis siempre había sido incapaz de parloteo y no le importaba mucho. León, totalmente replegado en sí mismo, repantigado en su silla, examinaba la etiqueta de la botella que tenía en la mano. Cecilia estaba enfrascada en los sucesos de diez minutos antes y no habría acertado a construir una sola frase. Robbie, que se sentía familiarizado con la casa, hubiera suscitado algún tema, pero él también estaba aturdido. Ya tenía bastante con simular que no notaba el brazo desnudo de Cecilia a su lado —percibía su calor— ni la mirada hostil de Briony, sentada diagonalmente enfrente de él. Y aun en el caso de que se hubiese considerado correcto que los niños abrieran la conversación, ellos tampoco habrían podido: Briony sólo atinaba a pensar en lo que había presenciado, Lola estaba sumida tanto en el sobresalto de la agresión física como en una variedad de emociones contradictorias, y los gemelos estaban absortos en un plan.

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