Liam y Lara caminaban sobre los restos del edificio con dolor en sus corazones. Sus ropas todavía estaban cubiertas de cenizas y sus rostros lucían sucios y cansados por todo el movimiento de la noche anterior.
Algunos conocidos y fanáticos del teatro habían venido a ayudarles a apagar el incendio, pero de poco habían servido sus esfuerzos; además del escenario, una parte de las paredes y el techo, unos cuántos asientos y el piano chamuscado, no quedaba nada del sitio que había dado vida a sus sueños.
Liam se sentó en el suelo mientras observaba la tarima, sus ojos estaban llorosos, pero su expresión denotaba un profundo enojo. Lara, por su parte, se sentó a su lado tratando con todas sus fuerzas de lucir tan animada como costumbre.
—Vamos, Limi, hay que tratar de encontrar algo que haya sobrevivido —la voz de Lara se rompió a mitad de la oración, pero una sonrisa forzada y tierna buscó disimular su tristeza. Sin embargo, Liam no tenía intenciones de camuflar la suya.
—No queda nada, Lari, no hay que ser adivino para darse cuenta. Después de todo lo que hemos pasado, volvimos a estar en cero —dijo Liam sin voltear a verla a los ojos. Su alma estaba tan llena de dolor que no quería sanarse. Sabía que si observaba los ojos verdes y brillantes del amor de su vida, una parte de él dejaría de estar sufriendo, pero en ese momento se sentía como la víctima más desafortunada del mundo y quería tener el privilegio de sentirse miserable.
Lara se dio cuenta y supo lo que tenía que hacer.
—Nunca hemos estado en cero, Limi —empezó a decir con un tono de voz dulce y dirigiendo su mirada a la tarima—, ni siquiera cuando nos conocimos.
Liam observó el costado de la cara de su esposa. Incluso con las ojeras, las cenizas que ensuciaban su piel y sus ropas, y el pelo negro y desaliñado que caía sobre sus hombros, Lara seguía siendo hermosa y mantenía esa aura juguetona y llena de vida de siempre.
Un pequeño de unos ocho años se distraía jugando con una guitarra vieja en las calles de San Petersburgo. Uno de los arrendadores de la zona había arrojado el instrumento a la basura en cuanto uno de sus inquilinos había muerto por una terrible tuberculosis.
El niño había conocido al fallecido y sabía que, en vida, su nombre había sido Svirragolov, pero parecía que, ahora muerto, todos lo recordaban como el hombre que evitó los Gulags al enfermarse "convenientemente" con un virus mortal.
Svirragolov fue una persona soñadora y de mente analítica, exactamente la clase de ciudadano que aceptaría las propuestas del Partido en su juventud, pero que las rechazaría en cuanto la realidad inminente golpeara sobre su puerta. En este caso, fue un niño huérfano y hambriento, cuyos padres habían sido acusados de conspirar contra la patria y nunca se les había vuelto a ver. La historia del pequeño, Liam Nóvikov, lo cautivó y le obligó a ver una verdad que había rechazado por mucho tiempo.
Sin embargo, nada de eso importaba ya. Una muerte repentina a sus treinta y cinco años, había dejado al niño nuevamente en la calle, sin ninguna otra posesión que una guitarra desbaratada y apenas afinada. Pero aún así, le rendía tributo al difunto tocando algunas canciones que había inventado por su cuenta.
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Relatos de una mente extraña
RandomRelatos cortos para aquellos con poco tiempo y ganas de leer algo entretenido. ¡Espero que les gusten! 😊