Capítulo XXII: Confesiones

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La niebla envolvía la noche, la luna casi no se veía, pero Amy sabía que se encontraba en el firmamento. Una perfecta luna llena cuya luz no alcanzaba a alumbrar aquel callejón sin salida. De pronto algo cambió y la niebla dejó de ser tan espesa. Extendió la mano tratando de atrapar el aire, sin saber por qué y sobre ella cayeron pequeños copos de nieve. Sorprendida, se sintió tremendamente alterada, pero no entendía muy bien qué la hacía sentir así. Todo era tan confuso como aquella bruma que pretendía envolverla y atraparla, pero que nunca llegaba a conseguir su propósito.

A lo lejos alcanzó a ver una silueta masculina. Era alto y no podía ver su rostro, pero si sus alas. Impactantes, poderosas y oscuras alas. Más negras que la noche y que el asfalto que ambos pisaban. El corazón de Amy se aceleró receloso y suspiró con fuerza asustada.

Antes de que pudiera hacer un solo movimiento, Kaleb ya estaba sobre ella y la levanta en el aire por el cuello. Estrangulándola, tratando de acabar con su ella, de nuevo. En su agonía precaria a la muerte, vio sus ojos plateados, tan hermosos como los recordaba, hasta que empezaron a cambiar. La plata fue sustituida por un lacerante azul claro, tan pálido y frío que helaba sangre. Se fijó entonces que sus alas habían desaparecido y en su pecho no halló ninguna marca.

De pronto ya no estaba en los brazos de Kaleb sino sobre el suelo, entre unas cajas cubierta de sangre, y en su lugar había otra mujer. No podía ver su rostro pero sí oía sus gritos. Quiso ayudarla, con todas sus fuerzas, pero sus músculos no respondían, y en silencio tuvo que ver como arrancaban su corazón, sin que ella pudiera hacer nada.

Despertó, sudorosa y gritando. Judd estaba sentado su lado sobre la cama, y en su pecho había una angustia tan fuerte que no parecía real. Unos brazos fuertes la abrazaron tratando de calmarla. Tal vez fuese por la traición de Kaleb, tal vez porque era la primera vez que veía como moría aquella mujer, pero sentía un profundo dolor que nacía de las entrañas de su alma y la asfixiaba. En sus anteriores sueños siempre llegaba tarde en ayuda de la mujer que gritaba, pero nunca había visto su trágico final.

Judd esperó a que dejara de temblar para depositarla de nuevo en su lugar y examinarla muy serio. Parecía inconforme con su aspecto frágil y pusilánime. En su mirada azul, singularmente distinta a la que había encontrado en sueños, vio que tramaba algo.

-Baja a la cocina. Te espero allí.

Sin más, salió de la habitación, dejándola sola. De forma mecánica, Amy bajó de la cama sin mucho afán y se puso la bata, además de unos gruesos calcetines, para ir tras él. La casa estaba sumida en el silencio, parecía tan vacía como ella se sentía, pero lo prefería. Agradecía no tener a James y a Ciro por allí, haciendo incontables hipótesis sobre qué le pasaba. No quería preocuparles y sobretodo no quería hablar de lo ocurrido con nadie. Judd se las había apañado para que fueran a un pueblo vecino, a por unas hierbas medicinales, y no regresarían hasta dentro de dos días.

Entró en la cocina y se sentó en su lugar de la mesa por rutina. Se encontraba esperando a que Judd le explicase por qué la había hecho ir hasta allí, cuando él colocó un plato de sopa sobre la mesa, frente a ella. Abrió los ojos de par en par, asombrada, y tragó saliva, pues un nudo se había aposentado en su estómago. Además, estaba segura de que carecía de fuerzas para levantar la cuchara y llevársela a la boca. Pero Judd no era de los que aceptaban un no por respuesta. Aun así, decidió probar su suerte.

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