Capítulo XXIII: Cicatrices

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No era la primera vez, y lo sabía. Y no únicamente en lo que a sexo respecta. Dimitri había visitado su ventana varias veces desde que quedó claro que se entendían más de lo debido; y sin embargo, hasta aquella noche, no había tenido la osadía de entrar o dejarse ver.

Sabía que Nika podía sentirlo, podía olerlo, y que deseaba tanto como él que se dejase de juegos de críos y se saltase la última norma. Pero, por supuesto, ese no era el  plan del gran mentiroso. Esperaría, esperaría aunque la boca se le secase sólo con divisar la ventana entre los árboles del jardín de los Kirchev, esperaría aunque estuviese cansado de limitar su pasión a palabras tentadoras y roces fingidamente inocentes. Esperaría porque, a pesar de no querer admitirlo, había algo más que una chica excitantemente lista en el interior de ese dormitorio.

Todo en él se movía con demasiada seguridad, incluso siendo un orgulloso y un ególatra; pero a ese juego podían jugar los dos, y Nika no perdía ventaja en orgullo, egolatría o ganas de jugar. La electricidad de la primera caricia seguía chamuscando su piel. Había sido sencilla, el deslizarse de un dedo desde su tobillo izquierdo hasta su mejilla, dibujando espirales y sinsentidos hasta reunirse con sus cuatro compañeros para así apresar su rostro, última muestra de sutileza, y apoderarse de aquellos labios penumbrosos que lo llamaban cada noche al cerrar los ojos.

Más de una vez había necesitado desahogarse, valiéndose del onanismo que tan bien conocía o buscando una sustituta aleatoria a la que recordar con el rostro de su presa más ansiada. Y ahora, por fin, la tenía para él. No importaba nada: carecían de otro tipo de relación más allá de la amistad, casi habían olvidado que Nika debía casarse con quien el cabeza de familia escogiese, ninguno sabía realmente qué pensaba el otro sobre aquello, pero allí estaban.

La mano que otrora mimaba su mejilla se escurrió bajo las sábanas, buscando el cuerpo ajeno, agarrando la camiseta y deshaciéndose de ella sin preguntar siquiera. ¡Ah! Casi de forma imperceptible, Nika se quejó por la sorpresa, sin alejarse de su boca, sin mostrar debilidad, sin rendirse a pesar de lo violento de sus besos y mordiscos. Dimitri sonrió con perversión, arrancando su propia camisa, ayudándose de su otra mano para sujetar su nuca y profundizar el beso. Su lengua repasó cada milímetro de la piel de sus labios, enorgulleciéndose de haberlos hecho sangrar hasta que no quedasen más que cicatrices de sus colmillos. Succionó, ávido de su sangre, de su esencia y de su ser, y sólo la dejó respirar cuando le apeteció explorar el mar de posibilidades que aquella mujer le ofrecía. Cerró los ojos, inspiró lentamente sobre el hueco de su garganta, y dejó que aquella naturaleza demoníaca le invadiese de los pies a la cabeza. Se concentró, enviando la suya propia a alterar la compostura de la muchacha, y repasó todo su cuello tan sólo con la punta de la lengua.

Se estremeció débilmente al primer contacto de su cálida sinhueso contra su pescuezo, e instintivamente se aferró a su cuerpo, dejando caer la cabeza hacia atrás y poniendo los ojos en blanco. Aquel demonio no jugaba limpio. Ella tampoco lo haría. Aquel daimon se extendió como una onda desde lo más profundo de sus entrañas, llamando al cuerpo de Dimitri, a su daimon, entrando fuerte en el tablero. Le escuchó gruñir, aún contra su piel, y sintió el calor llegar a sus huesos. Deslizó sus dedos largos de uñas bien cuidadas por su espalda fibrosa y pálida, hasta alcanzar la tela del pantalón. Perfilando su cintura con ambas manos, alcanzó el botón que desabrochó con facilidad, pero poco más pudo hacer, porque el hijo de los Smirnov reaccionó demasiado deprisa.

Una mano bajo la curvatura de su espalda para separarla del colchón, una sonrisa con sorna para hacerla rabiar, otra mano para tantear la piel de uno de sus senos justo antes de abarcarlo con la palma abierta y sensibilizar su cuerpo a modo de castigo por tratar de jugársela. No es tan fácil engañar a un mentiroso.

Su plan consistía en hacerla sufrir hasta que suplicase, en conseguir que la orgullosa Nika Kirchev le rogase con aquella voz melancólica cada vez más, pero se descontroló demasiado rápido y apenas fue consciente de lo que hacía. El hombre desapareció, y la bestia hizo acto de presencia. Como tal, la besó, mordió su piel, pellizcó allí donde se le antojó, pero nada era suficiente.

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