Parte IV: Rosa.

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Ciudad de México, 1942

La casa había quedado hecha un desastre tras la fiesta de la noche anterior. Pero más desastroso había quedado el orgullo de todos los que habían escuchado las palabras de Joaquín, en especial su padre.

El joven no había salido de su habitación toda la mañana, ni pensaba hacerlo en todo el día para no cruzarse con nadie. No después de la escena de anoche.

Tenía la pared cubierta casi por completo de una gran pintura de unas rosas ahogadas en agua. No había podido dormir en toda la noche y eso era lo único que podía mantener sus pensamientos lejos de su padre.

– ¡Joaquín! ¿Sigues aquí? - exclamó su hermana Renata al entrar a la habitación.

– ¿Qué no ves esta pintura?

– Perdón, sólo decía. Me preocupé al no verte en todo el día ¿estás bien?

– Pues, sí. Es por eso que me siento culpable. - respondió con la mirada baja.

– No te entiendo.

– Siento que no debería sentirme bien después de lo que hice. - respondió en un tono bajo y mirando el suelo de madera.

– ¿Pues qué fue lo que hiciste? - preguntó mientras se sentaba a su lado.

– Solté lo que estaba guardando por tanto tiempo. Pero fui egoísta al no pensar en los demás.

Su hermana no preguntó más y recargó su cabeza en el hombro de su hermano.

– Sólo estoy contando los días para irme de aquí. Te prometo que te llevaré conmigo y podrás hacer lo que tanto quieres y no te dejan hacer por ser prisionera de nuestros padres. También te adornaré los vestidos más hermosos y nadie te podrá decir que no.

– ¿De verdad harías eso? - preguntó Renata con emoción en sus ojos.

– Sí. Hay quienes esperan condiciones, nosotros las creamos.

Por otra parte, Emilio estaba desesperado por encontrar la casa de su padre. Temía a que le cayera la noche y quedar a merced de aquella inmensa ciudad y sin nadie a su lado.

Parecía una misión imposible dar con su paradero. Lo único que recibía era dinero de él. Debía ser para sentirse en paz consigo mismo de no dejar completamente abandonado a su hijo, pues nunca demostró ningún tipo de interés en él.

Recordó las palabras de Jacinto, el hombre de la estación. "En la casa azul se arman unas buenas fiestas. Está siempre llena de artistas famosos."
Pero quizá era muy pronto todavía.

– ¡Muchacho! ¿Eres cantante? - oyó a lo lejos el grito de un hombre que iba llegando. Al ver la guitarra que llevaba detrás parecía obvia la respuesta.

– Sí, sí, sí. Emilio, mucho gusto. - Decía sonriente mientras tendía la mano del hombre.

– Mira, soy el dueño del restaurante de en frente, y el músico que tenía se fue. Pero creo que me haz caído del cielo.

– ¿De verdad? ¿Quiere que me quede? - decía Emilio con emoción desbordando de sus ojos. No podía creer lo que estaba oyendo.

– Bueno pues, primero tendría que oírte ¿qué dices?

– ¡Claro! - de inmediato descolgó su estuche y sacó su hermosa guitarra. Negra y decorada con cientos de flores.
Pero antes de que si quiera comenzara a cantar, el señor lo veía con una cara de desagrado.

– ¡Mamá! Renata y yo vamos a dar un paseo. No vamos a tardar. - avisó Joaquín mientras bajaba con su hermana.

– ¿Y me podrías decir con el permiso de quién? - salió su madre molesta.

Pinceladas a la guitarra  [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora