III Parte: Noche de ronda.

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Ciudad de México, 1942

– ¡Joaquín! ¿Pero qué estás haciendo? - exclamó su padre saltando de su asiento.

– Lo que debí haber hace mucho tiempo, padre. - respondió con seguridad.

El joven miraba desde lo alto. Todo le parecía minúsculo ante sus ojos. Sólo miraba pobres almas en pena que llegaban a su casa porque se sentían infelices con su vida y buscaban la aprobación de otros seres más infelices.

– Este es un festejo muy importante. Mi momento. No una función de circo. - le dijo molesto el señor hablando entre dientes.

– ¿No es una función de circo? ¿Entonces porque siempre la veo llena de payasos que viven su vida detrás de las falsas del más grande? - le susurró al oído a su padre, refiriéndose a él.

Uberto alzó la mano y estuvo a punto de darle un golpe a Joaquín después de la humillación que le hizo sentir. La sintió como una patada a su orgullo y vanidad.

– Yo soy tú padre y me tienes que respetar. ¿Cómo es que todo mundo me alaba y me venera menos mi propio hijo? - le decía entre dientes casi temblando del coraje.

– Tú lo has dicho padre, todo el mundo menos tu propio hijo. Y yo no parezco ser parte de tu mundo. - dijo con una expresión seria y sin decir más salió de aquel salón.

Todos en el lugar quedaron perplejos de la tensión que era casi palpable y quiénes alcanzaron a escuchar las palabras de Joaquín estaban sin habla y avergonzados. Sabían que era cierto lo que decía.

A pesar de toda esa vanidad, Joaquín se sentía vacío al igual de aquellos que llamaba payasos. Al igual que ellos vivía a la sombra de su padre. Al estar absortos en los logros del fotógrafo nadie volteaba a ver a las obras del joven, obras en las que entregaba cuerpo y alma. Sabía la inmensidad de talento que poseía, pero a veces sólo necesitaba que alguien se lo dijera y lo mirara aunque fuera sólo una persona como todos miraban a su padre.

– Hasta la golondrina más bella se cansa de volar. - susurró para sí mismo mientras tocaba el broche de golondrina que caía de su manga.

Se había llegado la hora, Emilio despertó de sus pensamientos tras el ruido de la estación que le anunciaba que ya había llegado a su destino. El viaje se le hizo largo, pues no había dejado de estar hundido en sus pensamientos y viejos recuerdos, todo lo que dejaba en su pueblo.

Bajó del autobús con su guitarra y la maleta que empacó con prisa. Era de madrugada y estaba en una nueva ciudad que no conocía. No tenía ni idea de que hacer o dónde ir. Todo parecía muerto. Sabía que tenía que buscar a su padre pero era muy difícil que a esas horas alguien lo ayudara a dar con su paradero.

Dio vueltas y vueltas y al final quedó dormido en una de las bancas de la estación. La pesadez que llevaba en su cuerpo y alma era tanta que ni siquiera se percató cuando sus ojos se cerraban poco a poco.

– ¡Joven! ¿Está esperando a alguien? - escuchó adormilado la voz de un hombre viejo y comenzó a abrir sus ojos sueñosos.

– Emmm yo... estoy esperando a mi padre. - balbuceó aún algo adormecido aunque ya era de mañana.

– Y... ¿seguro que va a venir? Porque esa ya me la sé y me la aplicaron a mí también y ahora estoy aquí limpiando la estación y cuidando chamacos como usted eh. - respondió el hombre de manera cómica.

– Bueno, la verdad es que no estoy esperando a nadie. Llegué aquí en la madrugada desde Tepoztlán y ahora tengo que buscar la casa de mi padre, pero el no sabe que estoy aquí.

– Uy, pues eso si va a estar difícil, joven. Aquí ya no es como en su pueblo y hay miles y miles de gentes.

– Yo lo sé. Por eso tengo que encontrar trabajo primero para encontrar un lugar para vivir mientras encuentro la casa de mi padre.

– Yo lo veo muy chamaco para trabajar y con todo respeto, lo veo muy "finito" como para hacer trabajos de hombre aquí en la cuidad, no se vaya a ensuciar las manitas. - le dijo después de soltar una risa, mientras tomaba asiento al lado de Emilio.

Ya no sabía cuantas veces había oído eso. Siempre había sido objeto de mofa y rechazó de los otros niños del pueblo por salirse del orden establecido. Tal parecía que no estaban listos para un hombre de fino rostro, suaves manos y una personalidad sensible y agraciada dedicada al amor al arte.

– Yo sé que le puedo dar una impresión con mi imagen. Pero en realidad, soy mucho más fuerte de lo que parezco.

– No, si de eso no me queda duda. No cualquier muchacho deja su pueblo para venirse a la capital solo y buscar a su papá, es usted muy valiente.

– Ya se lo había dicho yo. El hablar de mí es muy severo, porque soy mucho mejor de lo que parezco. - dijo sin más y tomó una postura firme cruzando las piernas.

– No pues con esa actitud va a llegar a donde usted quiera, joven ¿y como se llama?

– Emilio. Sólo Emilio ¿y usted?

– Jacinto, ya no me acuerdo de lo demás, ojalá nunca te pase muchacho, llega muy alto y nunca vivas olvidado como yo.

– Le prometo que no. En muy poco tiempo va a estar escuchando por todos lados a Emilio y esta guitarra.

– Así se habla muchacho. Y... ¿ya sabe a donde ir a tocar?

– Pues pensaba buscar cantinas como en las que cantaba en mi pueblo ¿porqué lo pregunta?

– Porque en la casa azul se arman unas buenas fiestas. Ahí siempre van muchos políticos importantes y artistas famosos. - le decía Jacinto con emoción agitando a Emilio.

"La casa azul" los ojos de Emilio se iluminaron al oír esas palabras. Sonaba como un lugar lleno de sueños y que podría encontrar lo que tanto buscaba ahí.

Pinceladas a la guitarra  [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora