Parte VI: Aquel amor.

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Ciudad de México, 1942

Todo parecía que había vuelto a la normalidad en la casa de los Bondoni. Tal parecía que las palabras se las llevaba el viento y el eco lo absorbía la tierra.

Joaquín había pasado toda la noche trabajando en esas fotografías. Tenía que hacer un excelente trabajo para no solamente demostrarle a su padre de lo que era capaz y para lo que había nacido, también para demostrárselo a sí mismo.

– ¡Joaquín! ¡A desayunar! - gritó su madre y de la impresión derramó tinta sobre el escritorio.
Mas que nada le sorprendió oír tan tranquila y con la normalidad de siempre a la señora buenas costumbres.

Tomó una pausa para bajar, pues el trabajo ya estaba casi terminado. Todos estaban ya en el comedor.

– Buenos días. - pese a las escenas que armaba de vez en cuando y lo insolente que era para hablar no se olvidaba de los buenos modales.

– ¿Ya terminaste lo que te dije? - preguntó el señor Bondoni sin siquiera saludar.

– Sí. Todo perfecto como yo te prometí.

– Capaz y en una de esas este muchacho nos dice que quiere dejar de ser abogado para convertirse en un pintor de florecitas. - le dijo a la señora Elizabeth y ambos rieron.

Siempre todos le habían parecido tan poca cosa.

Joaquín sabía que ya no tenía caso discutir eso con sus padres. Para que alegar sobre algo que podía demostrar con acciones y dejarlos con la boca abierta.

– De seguro los abuelos decían lo mismo de ti para que no te dedicaras a sacar fotos a hombres viejos y feos pero ahora hasta le estás pidiendo a tu hijo a que te ayude con eso ¿verdad papá?

– Joaquín, no. - susurró Renata después de que le diera un discreto codazo para no comenzar un conflicto de nuevo. Aunque se estaban convirtiendo en una rutina.

– Déjalo, Renata. Un día va a entender. - Ya sabía que discutir con el muchacho era darle más cuerda y nunca se iba a quedar callado.

– Tú sólo dedícate a lo tuyo y siempre sé una señorita y no nos des disgustos, mi amor. - le dijo la señora a la niña mientras le acariciaba el cabello.

Ese era el orden establecido. Las niñas debían dedicarse a guardar las apariencias, quedarse calladas a menos de que tuvieran la aprobación del hombre y ser sumisas ante ellos. Mientras que los hermanos varones tenían poder sobre ellas, pues claro, ellos seguían siendo varones.

Joaquín podía ver cómo su hermana estaba muriendo lentamente por dentro. Limitarse tanto y no vivir la vida que estaba pasando por delante de ella le estaba arrebatado su felicidad. Joaquín sentía lo mismo, pero sabía que no podía saber cómo era que se sentía el vacío de su hermana.

Emilio recién estaba despertando. Ya era tarde. Hacía tanto tiempo que no descansaba bien y no recordaba que era lo que se sentía dormir sin miedos ni remordimientos. Estaba comenzando una nueva vida y había dejado todo allá. Y eso implicaba, claro, olvidarse de aquel amor. Aquel cuyo recuerdo sólo lo atormentaba.

Aún habían días en los que lo soñaba, pero ese fue la excepción.

Recordaba cómo lo iba a visitar al balcón de su casa y salía corriendo cuando la tía Dorinda despertaba a media noche a preguntarle con quién estaba hablando.

Los buenos días que Emilio le llevaba a las diez de la mañana, todos los días, sin falta, a las caballerizas para tener un bonito momento al resumir su día.

Pinceladas a la guitarra  [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora