I - Orbitana

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—Niña, ve al pueblo a comprar carbón —gruñó el viejo Samis, mientras sumergía un pedazo de metal en el fuego de la fragua.

—¡¿Otra vez tengo que ir a ese maldito lugar?! ¡Ya estoy harta de tener que pegarme yo la pateada! —replicó la aprendiz— ¡¿No puedes ir tú?! Además, ahí en cualquier momento me roban hasta la ropa. ¿No ves que está al lado de...?

Se dio cuenta de que no la estaba escuchando.

—Y toda la chatarra que te encuentres por el camino, tráemela también, anda. Le daremos un buen uso.

—¡¿Y no podrías comprar el carbón por aquí cerca?!

—¡No estamos para malgastar el dinero, cría! ¡Hazme caso de una vez y tira para allá, leñe! ¡Que sin mí estarías haciendo la inútil en cualquier campamento militar! —contestó el viejo, antes de ponerse a martillar el metal incandescente

La pequeña herrera se enfadó mucho, pero se obligó a recordarse que tenía razón. Samis era de los pocos herreros que habían aceptado aprendices del Colegio Central de Zodnia. Y, de no ser por él, la habrían desplazado a la esfera militar, cosa que no le hacía ni pizca de gracia después de todas las historias que él le había explicado.

Pero tampoco se le hacía nada fácil aguantar la tozudez de ese viejales. Y no soportaba que la llamasen cría. "El humo de la fragua se le ha ido metiendo en el cerebro", solía pensar. Samis era un hombre, ya casi en sus sesenta, que se había ganado la vida con el arte de la herrería desde que era muy joven. Y, claro, la herrería, además de forjar metales, forja el carácter. «Un carácter infumable», pensó. En el fondo, sabía que ella era igualita a él.

Decidió no discutir más con su maestro. Entró a la casa y cogió el saco de monedas, un par de frutos de la cocina y la espada que ella misma se forjó. Se los ató al cinto, salió, agarró la carreta por las dos varas y se dispuso a dirigirse al portón sur.

—¿Llevas la espada? —oyó desde atrás

—¡Que sí, plasta!

Y comenzó a andar. Pasando a través de las miradas de los vecinos, todavía no acostumbrados a ver una carreta tirada por el dueño y no por un animal, llegó al portón sur de la ciudad. Era una puerta doble de unos dos metros y medio de altura, con dos guardias erguidos justo delante del cerrojo.

—¿Nombre? —preguntó uno de los guardias

—Ya sabes quién soy, Brand —respondió, apoyando momentáneamente la carreta en el suelo.

—Ya... Lo siento, es el protocolo —dijo, medio riéndose —¿Intenciones?

—Que el vejestorio de Samis esté contento con su carbón barato de Varts-Hefar.

—¡Uf! ¿El pueblo que está al lado de Ciudad Sur? —trató de decir, frunciendo el ceño con preocupación

—Sí, sí, ese mismo. Hasta ahí me hace ir cada dos por tres —lo interrumpió.

—Te compadezco... ¿Cuándo piensas volver?

—Me piro ahora y probablemente volveré pasado el atardecer.

—De acuerdo. Pues nada, buena suerte, camarada.

Tras el saludo militar, apuntó sus datos en una lista y su compañero y él comenzaron a abrir los cerrojos. La herrera notaba a leguas que Brand era aún un novato, puesto que le costó un rato abrirlos del todo, cosa que ella, la misma persona que los forjó, habría hecho en cuestión de segundos. Al final, el último chasquido metálico indicó el inicio de la apertura del portón.

Los guardias empujaron con todas sus fuerzas las dos pesadas puertas, lentamente, cada uno una de ellas. «Vaya par de debiluchos» pensó, burlona, mientras se reía discretamente.

Los Orbitanes de ZodniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora