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Peeta se montó en el pequeño coche y se preguntó cuándo había sido exactamente que había renunciado a su criterio. Se restregó el labio inferior con los dedos para tratar de borrar el delicioso sabor de la boca de ella y el recuerdo del abrasador beso que se habían dado. Pero no lo logró; se sentía invadido por la lujuria. Kantiss era la mujer más sensual que jamás había conocido y su comportamiento era escandaloso. El hecho de que estuviera dispuesta a besar a otro hombre días antes de su boda confirmaba todo lo que ya sabía de ella. Trató de ponerse cómodo en el asiento del acompañante, pero le fue imposible.

—Me sorprende que no eligieras un medio de transporte más lujoso —dijo entre dientes.

—No me interesan los lujos, sino el anonimato —dijo ella sin siquiera mirarlo. Dado que aquello contradecía todo lo que Peeta sabía de la princesa, se preguntó qué estaba tratando de probar ella al viajar en el coche más pequeño que él había visto.

—Te has equivocado —dijo al ver un cruce de calles—. El aeropuerto está en la otra dirección.

—No vamos al aeropuerto.

—El avión privado del sultán te espera en el aeropuerto de Rovina —le recordó Peeta.

—Lo sé. Y será el primer lugar al que vayan a buscarme cuando se den cuenta de que nos hemos ido —dijo ella, metiéndose a toda prisa por una calle a la izquierda. Las ruedas chirriaron.

—¡Detén el coche! Yo conduciré —ordenó él, atemorizado.

—De ninguna manera. Para empezar, no sabes adonde vamos.

—Cierto, pero sea donde sea, me gustaría llegar vivo.

—Tú elegiste venir, Peeta —dijo Kantiss, girando de nuevo el coche bruscamente—. ¿Te pones nervioso cuando no conduces tú? —Eso depende del conductor. —Yo soy una conductora excelente. —Y, aun así, has sufrido dos accidentes de coche el año pasado.

—Exactamente. Un conductor peor que yo se hubiera matado.

—Un conductor mejor que tú no habría estrellado el coche. ¿Por qué no dejas de mirar el espejo retrovisor? Está muy oscuro, no se puede ver nada.

—Hasta el momento. Tengo que asegurarme de que nadie nos sigue.

—¿Quién nos estaría siguiendo? —preguntó Peeta, irritado—. Hay a algunas mujeres que les excita el drama, pero tú lo estás llevando a niveles insospechados. Detén el coche.

—No. Existe la posibilidad de que mi tío haya descubierto que nos hemos marchado. Si detengo el coche, corro el riesgo de perder la ventaja que tenemos. —¿Se te ha ocurrido pensar que tu tío sólo quiera tu bienestar? —¿Se te ha ocurrido a ti que no sea así? No me des lecciones, Peeta. Fuiste tú el que insististe en que yo necesitaba un guardaespaldas; yo quería marcharme sin ti — dijo ella, conduciendo por una oscura carretera que aparentemente conocía a la perfección—. Elegiste venir conmigo. Eso significa que vas donde yo vaya. —¿Y dónde es eso? —Voy a ir con el sultán. Pero por mi propia ruta.

—Espero que no te tengas que arrepentir de esa decisión —dijo él, exasperado por la determinación de ella.

—Mi padre quería que me casara con el sultán.

—Tu padre nunca conoció al sultán actual. —Cierto. Pero conoció a su padre.

—Quizá deba informarte de que el sultán actual no se derrite por una cara bonita —dijo Peeta.

—No importa. Ambos sabemos que el sultán no puede romper el contrato que existe entre nosotros. —Estoy seguro de que le resultará muy halagador tu entusiasmo por casarte con él.

Una Princesa Rebelde (Everlark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora