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Kantiss se sentó a la gran mesa del salón de banquetes. Le temblaban las manos de tal manera que casi no era capaz de sujetar el tenedor y el cuchillo. Estaba al límite. Si no fuera por el hecho de que su tío hubiera sospechado, se habría retirado a su habitación. Pero tal y como estaban las cosas, no se atrevía a hacerlo. Había demasiado en juego. Aunque estaba mirando su plato, vio la mano de Peeta agarrar el vino y su atención se centró momentáneamente en sus fornidos dedos. Entonces él la rozó con el brazo y con sólo ese inocente contacto ella sintió cómo el calor se apoderaba de su pelvis. Se apartó de él inmediatamente, alarmada por su reacción.

—Estás demasiado callada, Kat —dijo su tío William. Entonces levantó su vaso ante Peeta—. Espero que tengáis tiendas decentes en Zangrar. Kat no va a estar feliz en un lugar que no tenga tiendas. Su lema es que todos los destellos deben ser de oro, ¿no es así, cielo? Consciente de que su tío estaba en su peor momento cuando utilizaba aquella voz de preocupación, Kantiss sintió cómo el pánico se apoderaba de su cuerpo. Se preguntó por qué Peeta no habría regresado a casa cuando ella se lo había ordenado.

No había querido arrastrar a nadie más en aquello. Sabía que su tío la estaba mirando y fingió un bostezo. Trató de tener el aspecto de una niña que no es capaz de planear nada más que su próxima salida para ir de compras.

—He oído que en algunos de los zocos se venden unas sedas magníficas. Tengo ganas de diseñarme mucha ropa nueva... para llenar un armario.

—Tengo que admitir que quizá la haya mimado demasiado tras la muerte de sus padres —le comentó William a Peeta—. Sólo espero que el sultán sea tan generoso como rico.

—La generosidad del sultán es conocida por todos, pero es difícil gastar dinero en el desierto y allí es donde pasa la mayor parte del tiempo —dijo Peeta. —¿Vive en el desierto? —quiso saber Kantiss, impresionada.

—Desde la muerte de su padre, el sultán ha pasado la mayor parte de su tiempo en el desierto, con su gente. Se espera que su esposa le apoye en ello. Si deseas comprarte ropa nueva, será inteligente que te compres túnicas y botas bajas de ante que sean fuertes —dijo Peeta, tomando su vaso—.

De las que repelen el mordisco de una serpiente. Reflexionando sobre el hecho de que tratar de evitar serpientes iba a ser muy fácil tras haber estado dieciséis años viviendo con su tío, Kantiss se encogió de hombros.

—Estoy segura de que puedo vivir en el desierto si tengo que hacerlo. En realidad es como una gran playa, arena, arena y arena. Seguro que el sultán no va a querer que su esposa vaya vestida con harapos. Con todo el dinero que tiene, no se va a molestar porque me compre un par de zapatos.

—Quizá sí se moleste... ¡cuando descubra cuánto valen! —dijo el tío William—. Peeta, le he estado diciendo a mi sobrina que este matrimonio es ridículo. Su padre lo estableció cuando ella era una niña, antes de tener ninguna idea de la clase de mujer que iba a ser. Y la verdad es que no es una mujer que vaya a ser feliz encarcelada en una polvorienta fortaleza en medio de un caluroso desierto — entonces esbozó una sonrisa—. Sin intención de ofender.

Kantiss sintió cómo Peeta se puso tenso y se preguntó si era posible morir de vergüenza.

—Estoy segura de que el sultán se divierte de cuando en cuando. Mientras se celebren fiestas y todo el mundo se entretenga, las cosas marcharán bien —se forzó a decir ella, consciente de que era lo que se esperaba que dijera. Vio cómo Peeta agarraba el vaso con fuerza.

—El sultán no celebra muchas fiestas. Cuando se divierte, la lista de invitados incluye a dignatarios extranjeros y otros jefes de estado. Las reuniones se llevan a cabo para mantener la diplomacia y las relaciones internacionales —dijo él. Kantiss se percató de que el enviado del sultán pensaba que ella era frívola y superficial... lo que no la sorprendía. Lo que sí la sorprendió fue el hecho de que le importara lo que él pensara.

Una Princesa Rebelde (Everlark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora