II. La orden de la noche

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LA ORDEN DE LA NOCHE

      Empapado en sudor y consumido por el cansancio, Athim avanzó. Sacó fuerza de la flaqueza, no quería morir como un cobarde. A pesar del dolor, se enderezó, miró desafiante a la punzante muerte y rendido se ofreció sin más. Quería terminar lo antes posible. En el reflejo de sus ojos, se acortaba con rapidez la distancia de las flechas. En ese instante, no sintió miedo, sólo rabia e impotencia.

      Por instinto, ante el inminente impacto, protegió con los brazos su cabeza. Tuvo que cerrar los ojos, no sintió golpe alguno, no sintió dolor, solo percibió polvo y pequeñas astillas de madera que apenas herían su piel. Las flechas habían reventado en el aire, a unos palmos de su pecho, haciendo que la madera de fresno que las formaban, se convirtiera en un instante en una nube de polvo y diminutas partículas astilladas que se fundían con el sofocante calor del día.

      Desconcertado, miró hacia delante y vio al mercenario que pudo haber sido su verdugo. El semblante del arquero estaba pálido, la incógnita se reflejaba en su rostro, sus brazos colgaban lánguidos a lo largo del cuerpo, el majestuoso arco, semi vertical, era asido por una de sus poderosas manos, la cuerda del mismo sometida a tan tremenda tensión, aún vibraba. Aquello parecía irreal. Su vista apenas distinguía la borrosa silueta de su agresor. Todo perdió importancia, su mirada vacilante se entumeció cuando forzando las pupilas alcanzó a ver más allá, por encima del arquero. Athim sintió el frío sudor resbalar por su espalda y tembló, su delgado cuerpo se sacudió por un momento. Quince pies detrás del guerrero, una oscura sombra se deslizaba a ojos vista, como impulsada por el viento, un viento helado, que a pesar del calor, fue percibido por los presentes, sobre todo por el hombre del arco. El mercenario, giró en redondo plantando cara a la aparición, al tiempo una daga brillaba en sus manos, no le dio tiempo a más, casi no sintió dolor, sólo frío. Un puñal de acero atravesó su cabeza a la altura del ojo izquierdo, cerca del nacimiento de la nariz. Cuando las rodillas tocaron el suelo ya estaba muerto. El cráneo se oyó crujir cuando golpeó con fuerza la piedra deforme que formaba la calle.

      La mancha oscura, se desplazó en el aire, pasando por encima del inerte cuerpo y siguió avanzando. Athim pensó que soñaba, intentó recular y cayó hacia atrás, los asesinos a su espalda habían presenciado lo ocurrido. Perplejos por la muerte de su compañero también habían retrocedido, pero no parecían amedrentados. Aquella cosa avanzaba creando negras sombras y gélida corriente a su paso. Sabían que después de matar a su compañero, iba a por ellos, el muchacho ya no importaba, debían prepararse para una severa ofensiva, aquello no era enemigo normal. Se prepararon para el combate, acompasaron sus movimientos, uno se desplazaba hacia la derecha dando pasos cortos y sin apenas levantar los pies del suelo, el compañero se movía hacia el lado contrario de la misma manera, separándose entre sí, dividiendo su fuerza y olvidándose por completo del chico, se centraron en aquel borrón oscuro, que en ese momento rebasaba al muchacho y entraba en la plaza.

      La claridad del día, apenas llegaba a media altura de las casonas de aquellas callejas, la aproximación de las mismas lo impedía, dejando aquel laberinto de angostas vías en penumbras. No ocurría así en la plaza, un espacio abierto, donde el sol expandía su luz por completo, pero la sombra acompañaba la oscura mancha, y al llegar a la plaza, el calor y la luz se mitigaron. Apenas a dos varas de Athim, bajo la aplacada luz del sol, aquella entidad, negra como el azabache, se tornó humana.

       La difusa oscuridad, cobró la forma de una figura, una persona que vestía de negro en su totalidad, una enorme capa y una capucha sellaban su cuerpo y rostro, dirigió la cabeza hacia al maltrecho muchacho aún en el suelo, que incrédulo era incapaz de reaccionar, alzó una mano hacia el chico, indicándole que permaneciera allí. Nacido de la nada, en ese momento un zumbido cruzó el aire y una daga lanzada de forma endiablada impactó en el cuerpo del hombre vestido de negro a la altura del pecho, cerca del corazón, pero la afilada cuchilla no perforó carne, rebotó como una pequeña piedra lanzada al más poderoso de los árboles y cayó al suelo, a dos palmos de Athim. La tétrica figura de contorno humano dirigió su rostro al lanzador del puñal. Hubo un movimiento que apenas fue captado por ninguno de los presentes, el desconocido lanzó algo, un destello de brillo dorado atravesó de manera inquietante el aire. Todo fue muy rápido, un dardo plano de acero atravesó el cuello del primer lanzador, cuando salió por la nuca, los reflejos que lanzaba eran carmesí. Su cuerpo quedó tendido en el empedrado de aquella plaza sin ningún signo de vida.

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