Fieles a su rutina, los niños se levantaron antes de que el sol pudiera hacerlo. Lavaron sus rostros, vaciaron sus vejigas y cambiaron sus mudas si el olor corporal resultaba insoportable. Las actividades solían repetirse a lo largo de la semana, sin ninguna novedad de por medio, pero ese día era diferente.
Una vez al mes, y sin previo aviso, el jefe hacía acto de presencia. Sus regordetas piernas subían las escaleras y las hacían chirrían tanto que los niños se habían vuelto expertos en reconocer el ruido. Sabían que cuando la madera crujía debían estar ordenados y en fila para recibir a su patrón, quien siempre lo saludaba con la misma expresión:
—Ya, en descanso. Terminemos esto rápido.
Ese día dejó de lado las demás cordialidades, y atravesó la habitación con la habitual cojera que lo aquejaba para apoyarse en hombros de Hugo, quien, a su lado, parecía haber pasado muchos días de hambre. Entre todos los subordinados que tenía y había tenido, Hugo era al único que miraba como parte de su familia. Tanta era su cercanía que la palabra del muchacho muchas veces había sido aceptada sin dudar. Situación que le había hecho ganador de la antipatía de varios de sus compañeros.
—Dime, hijo, ¿ocurrió algo en estos días? William me comentó algo sobre un muchacho nuevo, ¿es eso cierto?
—¿Uno niño nuevo? ¿Eso dijo William? —dijo, tratando de evitar mirar las cajas—. Me comentó algo así; pero, como ve, no hay nadie nuevo. De seguro lo olvidó, sabe cómo es él.
—Y tú, Miguel, ¿sabes algo?
—Sí sé algo, ¿dice? Sabe, creo que... No, pero pensándolo bien... Tal vez oí algo, no estoy seguro.
—Debes estar muy cansado de trabajar para hablar estupideces desde temprano —interrumpió—. Bien, si no hay nada nuevo, me retiro.
—Espere, quería solicitarle algo.
—Que sea rápido, Hugo.
—Como sabe, ya está por llegar el invierno y las frazadas que tenemos no serán suficiente.
—¿Me has visto cara de fabricante? —respondió, pero pronto cambió el tono de su voz al ver el rostro de Hugo—. Intentaré encontrar algo. ¿Eso es todo?
—Sí, eso es todo.
—No, espere. ¿Se va a ir tan rápido? ¿No va a revisar las cajas? —preguntó Miguel, con una falsa inocencia.
Tanto Hugo como Edgar voltearon a verlo de la manera más sutil que pudieron, conteniéndose de armar una escena. No era tarea fácil; en especial para Edgar, quien mantenía cerrado el puño, listo para irse a las manos.
—Ya las revisé antes de entrar, niño. Ya no es necesario.
—Pero una segunda revisión no le hará mal, ¿no lo cree?
—Miguel, ¿no entiendes que ya tiene que irse? —dijo Hugo, obligándose a sonreír—. En serio, despertar muy temprano te afecta la cabeza.
El jefe los miró extrañado, pero continuó su camino hacia la salida. En la habitación, se sintió como todos volvían a respirar con calma y dejaban relajados los brazos que suficiente habían tenido con el trabajo del día anterior. Esperaron volver a escuchar los chirridos de las escaleras que anunciaban la retirada de su patrón, mas estos no llegaron. Fueron, en cambio, ruidos de cajas moviéndose los que alertaron de que él había tomado otra dirección.
Lucas apenas iba despertándose cuando sintió los bruscos movimientos que su escondite estaba recibiendo. No tuvo ni siquiera tiempo de pedir auxilio pues, en un abrir y cerrar de ojos, ya se encontraba fuera de la caja y con la sien pegada al suelo. El dolor tardó en llegar, al igual que los compañeros que habían tratado de esconderlo.
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Los niños de las manos sucias
General FictionAl perder su preciado oso de peluche y la poca atención que recibía de sus padres, Lucas decidió escapar de casa. No tuvo que andar mucho para llegar a un lugar con niños parecidos a él. El edificio es un lugar lúgubre y descuidado como el aspecto d...