Capítulo VII

842 146 127
                                    

El cansancio que recorría el cuerpo de Lucas lo obligó a mantenerse callado sobre la espalda de Abel. La pierna aún le dolía, pero era lo menos en esa noche. De vez en cuando, la movía ligeramente para revisar si esta seguía respondiéndole y sentía un inmenso alivio cuando resultaba que sí. La sangre también parecía haber dejado de emanar; aunque aún podía sentir el rastro que esta había dejado. Sentía cierto asco de tan solo pensar en la apariencia que debía tener.

Todo lo que deseaba en ese momento era llegar a casa, a su verdadera casa, y tener una gran siesta en un su cómoda cama. Tal vez acompañado, aunque sea por unos minutos, de su madre o su padre como cuando de pequeño se enfermaba. No habían sido muchas las ocasiones que había tenido que quedarse en reposo a causa de una gripe, pero las recordaba con mucho detalle. Mamá cocinaba una gran olla de sopa, papá le cambiaba las ropas cuando la fiebre subía, y entre ambos se turnaban el trabajo para cuidar de él un día completo. ¿Por qué habían cambiado esas costumbres cuando creció?

Se reservó de comentarle sus pensamientos a Abel e intentó acomodar la cabeza para descansar lo que restaba de camino. No tuvo mucha suerte. Los trotes que el muchacho daba hacían que su cabeza rebotara de lado a lado sin poder alcanzar la calma que ansiaba. Dejó en el olvido la idea de poder tomar una siesta; sin embargo, Abel parecía haber notado su incomodidad.

—¿Qué tanto te mueves? ¿Tienes lombrices o algo así?

—No, es que... tengo sueño y no puedo dormir —confesó.

—Los bebés suelen quedarse dormidos así cuando sus madres los cargan, ¿por qué tú no?

—¡Yo no soy un bebé! Además, ellos duermen arropados sobre mantas y calentitos dentro de ellas.

—Podemos coger un trapo viejo del suelo, tal vez eso te ayude a dormir —sugirió mientras soltaba un ligera risa.

—No se recogen cosas del suelo, Abel; están sucias.

Abel volvió a reír y acomodó al pequeño que llevaba en la espalda pues poco a poco se había estado resbalando.

—¿Y si te cuento una historia? —preguntó en voz baja, pero lo suficiente para que Lucas oyera.

—¿Has leído muchas historias, Abel?

—No, porque no terminé de aprender a leer; pero no es difícil crear una para que dejes de moverte.

—Si me ayuda a dormir, la escucharé.

—Bien, entonces... Había una vez niño que iba a la escuela como todos.

—¿Qué es 'escuela'? —interrumpió Lucas.

—Donde aprendes a leer y sumar. No hagas más preguntas o dejo de contarte la historia. —Lucas asintió en silencio—. Bien. El niño iba a la escuela porque le gustaba aprender y porque sus padres creían que sería el mejor lugar donde dejarlo mientras ellos trabajaban. Muchos profesores solían premiarlo por lo rápido que aprendía; pero había un problema...

A pesar de que el niño parecía tener algo especial, sus compañeros parecían no poder verlo y habían decidido volverlo el blanco de sus burlas. ¿Por qué? Ni siquiera ellos mismos lo sabían. Lo excluían, lo ignoraban e inclusive hablaban mal de él a sus espaldas. El niño parecía soportarlo, pero todo empeoró cuando uno de ellos, que parecía haberle seguido mientras regresaba a casa, soltó uno de sus secretos:

¡La casa de A. está hecha de madera y apenas tiene techo! escuchó decir en un rincón.

Y su ropa la cuelga en el jardín, tal vez por eso siempre huele raro comentó uno.

Los niños de las manos suciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora