Capítulo VI

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Sobre los hombros de Abel, Lucas se alejó del lugar. Sin tiempo para despedirse o inmutarse por la repentina acción, se aferró al muchacho en un intento por no caerse. La velocidad con la que iban era lo de menos. En realidad, la poca delicadeza que Abel tenía a la hora de hacerse paso entre los transeúntes hacía más incómoda la situación para Lucas. No pudo hacer otra cosa que soportar los golpes y reclamos que recibía de parte de los peatones.

Luego de un tiempo corriendo, y dándose cuenta que estaba lo suficientemente alejados de la comisaría, Abel bajó su velocidad y dejó caer a Lucas. El niño tuvo poco tiempo para reaccionar, pero se las arregló para llegar al suelo con el menor daño posible.

—¿Qué crees que hacías ahí, eh? ¿No habías salido con Hugo? —preguntó Abel.

—Salimos juntos, pero él desapareció cuando fuimos a buscar almuerzo. Me dijeron que volvería, por eso lo esperé.

—¿Y esa familia? ¿Por qué estabas con ellos? —continúo cuestionando.

—Me dijeron que iría a un lugar donde podría dormir. No quería quedarme solo en la calle... Todo estaba oscuro.

Abel maldijo en voz baja a Hugo y comenzó a andar sin darle aviso a Lucas, quien tuvo que apresurar el paso para poder caminar a su lado. No preguntó a dónde iban; lo sabía perfectamente y por ello se limitó a seguirle el ritmo. De vez en cuando levantaba la cabeza para ver si su acompañante tenía intenciones de intercambiar algunas palabras, mas sus intentos terminaron siendo en vano.

Los faroles de los autos que transitaban a esas horas de la noche eran lo único que iluminaba su camino. La zona a la que habían llegado luego de su agitado viaje, apenas contaba con una carretera maltrecha y postes de luz que no se esforzaban en alumbrarla. Muchos de ellos incluso parecían haberse rendido y dejado caer, esperando que alguien notase el paupérrimo estado del alumbrado público o de la zona en sí.

Tratando de hacer caso omiso a su alrededor, Lucas se acercó más a Abel para que este sirviese como su guía. Los vehículos comenzaban a ser menos y menos frecuentes por lo que era difícil saber dónde caminar. La falta de luz hacía que sus piernas flaquearan a la hora de moverse; aunque, tal vez, la verdadera razón de su torpeza eran las sombras que habían aparecido de repente y avanzaban en su dirección. ¿Abel también las había notado? ¿O acaso eran producto de su imaginación y cansancio? Si hubiese estado con Hugo, sus preguntas habrían sido resueltas en un instante; pero, esa noche, él no se encontraba a su lado.

—Puedes verlos, ¿verdad? —preguntó Abel en susurro.

—¿A quiénes, Abel? —respondió, aparentando ignorancia.

—A... No importa. Solo quédate callado cuando pasen. No es algo difícil de hacer, ¿no?

Sin ninguna otra opción, Lucas asintió la cabeza. La distancia entre ellos y las sombras eran cada vez más corta. Lo que antes habían sido un par de metros, ahora era unos cuantos pasos. Al sentir la proximidad, no pudo hacer otra cosa que tomar la mano de Abel para evitar sentirse temeroso por lo que estaba a punto de ver. Sin embargo, no fueron ni monstruos ni fantasmas los que se detuvieron frente a ellos, sino un grupo de niños inconscientes de lo tarde que era para deambular por esos calles.

—¡Eh, pero si es Abelardo! —dijo uno de ellos.

—¿Qué haces por aquí? Hoy no es tu día libre —comentó otro.

—No nos digas que te has escapado. Se te deben estar pegando las mañas de Miguel —soltó uno último.

—Pero si son ustedes. ¿No son estas ya sus horas de dormir?

Los niños de las manos suciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora