El Jefe siempre había sido como un padre para Hugo, un padre que alimentaba, que daba un hogar, que vestía; pero que también castigaba cuando era necesario. Hugo lo había recordado luego del quinto golpe.
—Entonces, ¿todo esto fue idea tuya, William? —preguntó al soltar la moreteada mano de Hugo y una oxidada regla de metal.
—Sí, padre... Pero se lo encargué a Hugo, creí que le enseñaría bien y sería de ayuda. Ya hacía bastante tiempo que no teníamos nueva mano de obra. —explicó, confiado en que sus palaras serían suficientes para calmar el estado de su padre.
—¿Y quién dijo que necesitábamos más personas?
Tratando de contener el dolor, Hugo se cubrió la boca con la mano para detener el cosquilleo que le recorría esa zona. Era tanta su aflicción que William volteó a verlo con cierta lástima, sentimiento que pronto abandonó para retomar la conversación.
—Sí, creí mal. Era obvio que Hugo no podía manejar algo así; tengo parte de la culpa.
—Eso ya lo sabía; y ahora tienen que arreglarlo. No quiero ver a ese churre* aquí, no me sirve. Deshazte de él, Hugo, y aprovechas tu salida para repartir estos votantes. Cuando regreses, quiero que me des tu copia de la habitación; ya no la necesitarás. Lo mismo va para ti, William.
—Pero, Jefe, sin la llave no podríamos salir a comer. No sería justo para los demás.
—Por uno, pagan todos —respondió sin intentar disimular su enojo—. Solo serán un par de semanas, pero William se encargará de dejarles qué comer. Haremos unos ajustes a la puerta y dejaremos un espacio para que pase por ahí; no será ningún problema.
Ambos muchachos asintieron a las palabras del hombre y lo vieron irse con cierta prisa. Cuando ya no hubo rastro del él, un inmenso alivio se expandió por todo el pasillo. William no soportó por un segundo más el temblor de sus piernas y terminó cayendo al suelo. El miedo que su padre infundía en él era lo que único que lo mantenía unido a la familia que se le había asignado. Ni respeto, ni afecto, ni las pocas memorias felices que habían compartido por azar del destino se comparaban al terror que sentía de tan solo pensar en lo que sucedería si decidía, de una vez por todas, escapar de casa.
Tratando de evitar esos pensamientos, William sacó de uno de sus bolsillos una caja de cigarrillos y una de cerillos. Para su suerte ninguna de ellas estaba completamente vacía como había supuesto. Era extraño que aquel vicio le durara más de una semana.
—¿Deseas uno?
Hugo, quien aún mantenía la vista en la puerta de salida, negó con la cabeza y, a pesar que el olor del tabaco le desagradaba, decidió sentarse al lado del muchacho.
—Sabes lo dañino que son para tus pulmones, ¿no?
—¿Y a quién le importan mis pulmones? —dijo mientras intentaba encender el cigarro.
—Obviamente a mí. No quisiera enterrar a un amigo.
—¿Aún me sigues considerando así, Hugo? ¿A pesar de lo que te he hecho pasar?
Intrigado por sus preguntas, Hugo volteó a darle un mejor vistazo a su viejo amigo. A pesar de que su apariencia había cambiado, él aún podía ver al niño que lo había ayudado cuando más perdido se encontraba. Los años podían haber pasado por ambos, pero la fraternidad que habían construido todo ese tiempo todavía era algo muy valioso para él; ¿acaso no era lo mismo para William?
—¿De qué hablas? Llevamos siendo amigos por años, algo como eso no podría hacerme odiarte —aseguró con una leve sonrisa.
—No te veo como un amigo desde que mi padre te prefirió antes que a mí, Hugo —confesó William—. Creo que mi peor decisión fue haberte traído a mi casa cuando escapaste de la tuya. Si te hubiese dejado en la calle, valiéndote por ti mismo, quizá así hubiese podido continuar llamándote amigo; pero ya es muy tarde para arrepentirme.
ESTÁS LEYENDO
Los niños de las manos sucias
General FictionAl perder su preciado oso de peluche y la poca atención que recibía de sus padres, Lucas decidió escapar de casa. No tuvo que andar mucho para llegar a un lugar con niños parecidos a él. El edificio es un lugar lúgubre y descuidado como el aspecto d...