Capítulo XI

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El buen humor de Miguel evitó que tuvieran que escurrirse entre los pasajeros para evitar pagar el pasaje como había sucedido en su viaje de ida. El muchacho extendió su mano al cobrador para dejar caer un par de monedas, señaló a su acompañante y luego siguió caminando por el pasillo en busca de asientos libres. Debido a su corta estatura y poco equilibrio, Lucas tenía dificultad para seguirle el paso. Se aferraba de los espaldares de los asientos o de la ropa de la gente, pero su inseguridad y falta de hábito lo llevaron a golpearse en varias ocasiones contra las espaldas de los pasajeros. Algunos lo regañaban con la mirada, maldecían entre dientes e incluso había algunos que ni se inmutaban, mas ninguno de los presentes se tomó la molestia de asistirlo para que dejara de tambalear por el pasillo. Aun así, y contra todo pronóstico, llegó hasta los asientos que Miguel había elegido.

—¿Es que acaso nunca has ido en micro? —preguntó, levantándose del sitio para cederle el espacio junto a la ventana —. Pensé que en algún momento terminarías sentado en el piso.

—No muchas veces... Cuando salía con papá y mamá, me llevaban caminando o en sus brazos si tenía sueño.

—¿En brazos? —repitió. A sus palabras les siguió un resoplido de lástima, mas su buen humor le impidió soltar un comentario ingenioso—. Bueno, eso ya no me incumbe.

El muchacho se acomodó en el asiento y se cruzó de brazos para luego cerrar los ojos. Lucas, inquieto por el repentino silencio, estiró su cuello tanto como puedo para ver el rostro de su acompañante.

—¿Vas a dormir?

—¿Tú qué crees?

—Pero si duermes... Yo no sé dónde bajar —dijo con cierta angustia en sus palabras.

—Solo será una cabeceada, despertaré unos paraderos antes. Nada de qué preocuparse. 

El pequeño observó a Miguel con cierta duda, pero no se atrevió a replicarle y lo dejó descansar. Sin nadie con quien hablar ni nada con lo que entretenerse, su mirada se dirigió hacia la ventana. El panorama que lo había recibido con gran luz y un magnífico, se despedía de él dejando en su lugar un ambiente grisáceo y unas pesadas nubes que cubrían las estribaciones de la zona. Los transeúntes no parecían desconcertados frente al repentino cambio en el clima. Muchos llevaban un abrigo en la mochila, amarrado en la cintura o sencillamente cargado por uno de sus brazos; a simple vista parecía que la mayoría habían previsto el súbito descenso de la temperatura. Tampoco se trataba de un suceso inimaginable en la cambiante Lima, después de todo, el mes que se acercaba era nada más y nada menos conocido por sus inesperadas situaciones, tanto milagrosas como desastrosas.

Lucas decidió apartar la mirada del vidrio para abrocharse los últimos botones del abrigo antes de que comenzara a tiritar, mas la prenda no era lo suficientemente gruesa ni del material adecuado para evitarlo. No había pasado mucho tiempo apartado del edificio, pero ya comenzaba a extrañar el poco calor que la habitación le brindaba. De seguro, si no hubiera aceptado el trato de Miguel, aún estaría enredado entre las sábanas y frazadas, esperando que Hugo lo despertase para que la jornada diera inicio. Al recordar dicha rutina, Lucas no puedo evitar pensar en qué estarían haciendo los niños del edificio en esos momentos. ¿Se habrían despertado y dado cuenta de su ausencia? ¿Lo estarían buscando tal y como sus padres lo habían intentado con folletos de su rostro? ¿O simplemente habrían aceptado su desaparición y decidido seguir con sus vidas como si nada hubiera pasado? Sus suposiciones no lo iban a llevar a nada, pero sus ánimos se desmoronaron con la última idea.

—¡Bajamos! —gritó de repente Miguel.

Para cuando Lucas reaccionó, el muchacho ya lo había arrastrado fuera del vehículo. Su brazo se coloreó de rojo y una sensación de ardor comenzó a incomodarlo; sin embargo, lo que agradecía era haber salido ileso luego de tan brusca escabullida.

Los niños de las manos suciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora