Capítulo V

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El agitado corazón de Hugo no tardó en volver a la normalidad. El sudor terminó secando en su ropa y su rostro recobró su característico color. Viendo eso, y sin perder un minuto más, se levantó de la acera para buscar las monedas con las que él y su acompañante comerían ese día. El sol ya se había posicionado en lo más alto del grisáceo cielo de Lima, y sus estómagos no habían podido evitar rugir mientras conversaban. Metió la mano a unos de sus bolsillos, esperando escuchar el característico sonido del choque metálico, mas apenas hicieron ruido. Sin necesidad de ver las monedas, supo que no alcanzaría.

Volteó a ver a Lucas quien, expectante por lo que sucedería, no dejaba de balancearse sobre sus zapatos. No hacía falta preguntar por el motivo de su impaciencia, Hugo lo sabía y por ello temía tomar una mala decisión.

—Bueno, creo que hoy tendremos que trabajar aquí para conseguir algo de comer —anunció, mientras estiraba los brazos—. ¿Crees que puedas esperar un poco más para el almuerzo?

—Sí, tal vez. Pero, ¿ya no hemos trabajado mucho?

—No lo suficiente para comer por desgracia. Vamos, no iremos tan lejos.

Recordando sus primeros días en la calle, Hugo llevó a Lucas a una de las carreteras principales de la zona. La aglomeración que ahí se producía era increíble. Autos, buses, camiones; todos estacionados y haciendo sonar el claxon como si de algo sirviera. En los rostros de los pasajeros y conductores el fastidio era evidente; aunque esto no era ninguna novedad e, incluso, era bien sabido por aquellos que deseaban ganarse la vida de una manera u otra. Ya fuera ofreciendo bebidas embotelladas o dulces para el camino, los vendedores ambulantes no desperdiciaban el momento.

—Entonces, ¿entendiste lo que te expliqué?

—Sí, aunque no creo que funcione, Hugo... ¿En serio la gente nos va a regalar dinero? —cuestionó Lucas.

—No creo que todos, pero hay gente que lo hace. Así que si alguien te niega dinero, tú solo sigue con otro carro, ¿está bien?

Con lo poco que había comprendido y sin ningún producto que ofrecer, Lucas comenzó a caminar entre los autos estacionados. Se asomó por cada ventana que encontraba, esperando que el conductor se compadeciera de su situación. Algunos terminaron cediéndole monedas para dejar de ver el entristecido rostro que este mostraba; otros, en cambio, negaban con la cabeza, lo ignoraban o subían la luna del vehículo para evitar un posible sentimiento de culpa. Pese a los múltiples rechazos, Lucas hizo lo que Hugo le había dicho y siguió caminando.

Luego de un par de horas, sus bolsillos estaban repletos de una variedad de monedas. Buscó a Hugo con la mirada y, al verlo ocupado, decidió no interrumpirlo. El muchacho no parecía haber tenido tanta suerte como Lucas. Sus manos permanecían dentro de sus bolsillos, ocupando el espacio del dinero que aún no había ganado, y la expresión de su rostro no contenía ni un rastro de esperanza.

El pequeño se sentó en la acera para contar las monedas que había logrado obtener. Formó varias torres con ellas, sin saber el verdadero valor que tenían. Sus padres nunca le habían enseñado a saberlo. Todo el dinero del hogar era cuidado por su padre, quien intentaba resguardarlo a toda costa. Tanto así que gran parte de la ropa de Lucas podía tener pequeños hoyos o machas sin que significase un problema. Muchas veces incluso tuvo que esperar al invierno para recibir prendas nuevas.

—¡Oye, niño! —gritó un conductor—. Ven un rato.

Lucas guardó de inmediato todas sus monedas y se acercó al autobús desde donde lo había llamado.

—¿Señor? —dijo, parándose de puntillas para llegar a la ventana.

—Toma.

De la ventana, salieron volando un par de billetes que, por suerte, Lucas logró atrapar dando un gran salto. Pese a su ignorancia, sabía que uno de esos billetes verdes valía más que cualquier moneda.

Los niños de las manos suciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora