Capítulo III

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El camino de regreso resultó ser mucho más ameno que el de ida. Sus estómagos ya estaban repletos y en sus rostros se dibuja una sonrisa que mostraba cuanto habían disfrutado de la sazón de la señora Carola.

A sugerencia de Ibeth, tomaron una ruta distinta que, según ella, era más corta. Pero, a pesar de la veracidad de sus palabras, las calles por las que transitaban se encontraban completamente vacías e inquietaban de sobremanera a Lucas.

Las casas, que se suponían debían decorar la urbe, no eran más que delgadas planchas de madera, paja y plástico levantadas sobre una inestable tierra para cubrirse del frío, el sol o de posibles amenazas. A pesar de ello, había viviendas que eran la excepción. Eran ladrillos los que rodeaban el terreno y protegían los pocos bienes que aquella familia podía intentar resguardar; sin embargo, el material no los hacía ni más ni menos privilegiados pues, en la mayoría de casos, la ausencia de techo era algo evidente y difícil de entender.

¿Quiénes podían vivir ahí? ¿Por qué lo hacían? ¿Acaso alguien los había obligado hacerlo? En la pequeña cabeza de Lucas, ninguna idea parecía satisfacer por completo las preguntas que había creado; aunque ni siquiera estaba seguro si existía una. Quizá el tiempo en algún momento le traería la respuesta.

—¿Por qué estás temblando, Lucas? —preguntó Ibeth, haciéndolo regresar a su realidad.

—¿Eh...? No estoy temblando.

—Sí lo haces. ¿Acaso tienes miedo a que oscurezca?

—¡No! Eso no es cierto—aseguró, en un fallido intento de cubrir su cobardía—. Bueno, es que... me preguntaba por qué este lugar está tan vacío.

—Ah... Deben estar trabajando.

—¿A estas horas? ¿Todas las personas que viven aquí? ¿Incluso los niños?

—En especial, los niños —respondió, como si fuera de lo más normal—. Mi hermano me explicó que a la gente mayor no le gusta gastar dinero de más y que los niños aceptan cualquier trabajo por una cantidad suficiente para comer un día al menos.

Lucas presionó los labios y decidió no preguntar más por el bien de su tranquilidad. Continuaron caminando en silencio mientras los rayos del sol poco a poco se debilitaban, anunciado que el tiempo para regresar se acababa.

—Ibeth, creo que mejor deberíamos ir a casa en lugar del parque. Otro día podríamos ir a buscar.

—No creo que haya otro día, Lucas —aseguró, con cierta melancolía—. No es tan fácil salir del edifico.

—Pero...

Los ojos que la pequeña le mostró detuvieron su argumento y le hicieron comprender algo que había tratado de eludir: su vida ya no era la misma. Desde el momento en el que había cruzado el umbral de su vieja casa, lo debía haber comprendido; pero su obstinada cabeza le había hecho creer que encontrar a su oso sería tarea fácil, que mamá y papá estarían orgullosos de su aventura, y que estos le prestarían la atención que todo ese tiempo había exigido y merecía. No podía estar más errado.

Estuvo a punto de llorar, de tirarse al suelo y armar el más grande berrinche de toda su corta vida; sin embargo, unos lentos y flojos pasos le detuvieron de quedar en vergüenza frente a Ibeth.

—Oh, mira, ahí viene Ado —dijo la niña, volviendo a poner una sonrisa en su rostro—. Quizás él nos pueda ayudar a encontrar tu peluche.

—¿Ado? —preguntó Lucas, con algo de curiosidad por el peculiar nombre del muchacho que se acercaba.

—Sí. Él ayuda a muchas personas llevándole la basura o alguna encomienda pesada en la carretilla que lleva; a cambio de dinero, claro.

—Y, ¿en serio se llama así?

Los niños de las manos suciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora