Capítulo XLIII

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Me quedé petrificado mirando aquella escena.

La mujer de cabellos dorados y de vientre un poco inflado —producto del embarazo—se encontraba entre los brazos del sargento, y con su boca pegada a la suya.
Fue entonces que todo cobró sentido para mí, y es que era bastante obvio que ella era su esposa y que había venido para despedirse de él de una manera tan...melosa.

El sargento no se quedaba atrás, de hecho la estaba besando exactamente como lo había hecho conmigo la anoche anterior y debo decir que  aquello logró molestarme un poco.
Es decir, él tenía a su esposa y por lo que veía parecía que la quería. ¿Y entonces por qué demonios me pedía que fuera yo el que curara su alma herida?, ¿por qué demonios no se lo pedía a ella si tanto la amaba?

Cuando aquellos dos se separaron finalmente reaccioné. ¡Tenía que huir de aquí! Pero lamentablemente ya era tarde como para hacerlo; la rubia había girado su rostro y se había percatado de mi presencia.

<< Mierda, mierda, mierda. >>

—Creo que te buscan, cariño —le susurró al castaño que estaba entretenido acariciando su larga y dorada cabellera. ¡Agh, anoche él me había hecho exactamente lo mismo para que pudiera conciliar el sueño!

Entonces finalmente el sargento giró su rostro hacia la puerta y pude percatarme que el mismo se volvió más pálido de lo que ya era cuando me vio allí.
De manera rápida se apartó de la mujer para luego carraspear su garganta.

—¡Soldado, tiene que golpear la maldita puerta!. ¡¿Cuántas veces tengo que decírselo?! —exclamó con autoritarismo, frialdad y dureza.

<< ¿Qué demonios? >>

Miré a la mujer, ella lucia muy seria y algo cabizbaja; al menos no se reía de mí. Pero el que sí lo hacía era él.
El sargento se reía de mí de cierta manera al tratarme así como un simple soldado, como uno más del montón y no era justo, no lo era.
Y es que yo no era uno más, yo era el que trataba de curar sus heridas, el que lo besó e incluso durmió a su lado. ¡Por Dios fui yo el que le dio el maldito coraje para que se acostara con un hombre! ¿Y así me paga?, ¿humillándome delante de su esposa?

No, no se lo iba a permitir. ¡No me importaba que él fuese mi superior! No iba a permitir que me humillara de tal manera.

—¡¿Acaso se va a quedar ahí mudo?! —agregó cuando notó que me había quedado allí petrificado.

Sentía como se me enervaba la sangre que corría por mis venas. Debía salir de allí antes de que cometiera alguna locura, y es que a mí aquello no me costaba en lo absoluto. Yo era como gasolina; bastaba la más mínima chispa como para encender mi furia. ¡Yo podía ser malditamente letal si me lo proponía!

—Lo siento, mi sargento...No quise interrumpir —mascullé para luego salir rápidamente del despacho pegando un portazo detrás.

Furioso. ¡Estaba furioso!

Con paso firme y echando humo por las orejas—tal como un personaje de dibujos animados—me dirigí hacia el barracón.
Cuando me adentré al mismo pude percatarme que los soldados habían hecho una especie de ronda y que estaban aplaudiendo mientras que otros silbaban; cuando me acerqué más pude percatarme que Austin se encontraba en el medio mostrando aquella alianza dorada que adornaba su dedo anular.

Lo había hecho. Él se había casado con Daisy.
Sin dudas eso me dejaba algo más tranquilo, y es que haberme enterado que Austin estaba enamorado de mí me había shockeado bastante, y en cierta medida me había angustiado; me sentía responsable por ese sentimiento, sentía que de cierta manera yo lo había alentado porque nunca fui capaz de ponerle un freno a la situación, un limite. Nunca debí acostarme con él para empezar, ese había sido un error muy grande de mi parte.

Soldier : Un amor clandestino ●●McLennon●●Donde viven las historias. Descúbrelo ahora