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Estar ante la presencia de Bills era lo peor.

Sus sentimientos, sus emociones, todo de él, se volvían erráticos, contradictorios, sin sentido alguno. Y el que Bills se empeñara en verle más seguido últimamente (él podía comprender el porqué. El otro no iba a decirlo, pero debía estar aún nervioso), no le asistía en su martirio.

Cada vez que sus garras le tocaban quería más pero sentía asco.

¿Sus cuerpos juntos? Más. ¿Labios contra los suyos? Más. Y al mismo tiempo, le revolvía el estómago, y no con encantadoras mariposas solamente.

Asco, asco, asco.

Porque lo que cierto aprendiz de Supremo Kaio seguro no había sabido en su momento, seguro nunca supo hasta el día en el que fue borrada su existencia, él, desgraciadamente, sí estaba sentenciado a saber.

Él es un dios, como tú. Le decía su mente.

Él es Bills. Le decía su corazón, el cual le quería (¿Amaba? ¿Existía el amor de esa manera entre deidades?)

Él es solamente un simple y rastrero mortal, convertido en un ficticio dios que no es merecedor de la posición que tiene, y mucho menos de poner sus sucias manos en ti. Le decía entonces esa otra parte oscura que habían plantado en él, esa otra parte que crecía y crecía y quería y no quería detener.

Su cuerpo se separó del otro dios (no, él no es un dios), sin quererlo realmente pero realmente teniendo que, y se excusó, y no explicó, y se esfumó de allí sin otra palabra más que de despedida.

Estaba condenado, podrido, y nadie más que él podía saberlo porque sus labios, y él en singular, estaban hechizados (malditos) a mantenerse cerrados acerca de su suplicio.

Soy (incognita)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora