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Quería estar con Bills. No quería estar con Bills.

Necesitaba estar con Bills.

No, no lo necesitas. Jamás lo necesitaste. Y él es todo lo que los infelices e imperfectos mortales son condensado en un único e indeseable paquete, amplificado muchas veces.

Y era terrorífico el cómo esa clase de pensamiento empezaba a sentirse tan natural.

Estaba ya desesperado. Quería pedir auxilio (no, no quieres. Esto es siempre lo que debiste haber comprendido), pero su rostro nunca dejaba su máscara de completa calma, sus palabras nunca siquiera se acercaban a (estoy mal, grave, no soy yo, detengan todo esto se los suplico) más allá de un comentario o dos, tal vez más, de desprecio hacia los más bajos, allá lejos, adentro de la titánica circunferencia que atrapaba el universo.

Ni mediante notas ni ningún otro medio podía darse a entender de todo lo que estaba sufriendo (sus manos siempre se quedaban congeladas sobre el blanco lienzo, tan blanco como quedaba su mente al sus ojos ver, muy abiertos, nada escrito allí, y nada que escribir allí. Y no podía crear tampoco nada que diera pista de lo que le pasaba. Su mente quedaba en blanco, todo en blanco).

Y Bills, que nunca le dejaba quieto (sus garras estaban puestas sobre él, y Shin batalló y aplacó con ese desespero que ya traía las ganas de despegarse de él, la repugnancia, la tensión, lo suficiente como para abrirse ante él y dejarle seguir hasta que sus uñas chatas se afincaban a la fuerte espalda queriendo (algo indebido, algo malo, algo imperdonable)), al fin le arrojó un comodín.

—Shin, dime qué es lo que te sucede.

Era su oportunidad, con el otro (no es un dios, no es un dios) teniendo que, sino sentir dolor, si el cómo sus dedos estaban clavados en él cómo si su intención fuera la de hacerle daño.

Lo que no pudo decir con su voz, tuvo que haber dicho con el cómo sus ojos le vieron por unos momentos, con cómo le tomó del tope del uniforme, todo con el absoluto ímpetu que le quedaba, antes de que volviera a ser todo normal (¿normal?), y su rostro volviera a mostrar la misma nada con la que se había llenado su cabeza. Porque no me sucede nada, señor Bills, ¿Por qué la pregunta? era lo único que salía (siempre) de su garganta.

Y a su si pudiera moverse nuevamente, por favor no hubo ni respuesta ni movimiento alguno, porque a Bills, quien ya había visto el pánico pasar en sus ojos, la urgencia en cómo le tomó, quien ya podía olerlo, no le estaba ya engañando.

Soy (incognita)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora