2. Error 2808

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La muchacha se levantó de un salto y corrió al baño. Se revisó el poco maquillaje que había decidido usar y lanzó un alegre suspiro. El espejo reflejaba la mirada ilusionada de una chica que...

—Me muero de hambre —se dijo a los ojos—. Espero que Mario tenga pensado cenar. Seguro que sí.

—¡Sara! —dijo su madre tras golpear la puerta del baño con delicadeza— Ya está subiendo.

Para Mario, el enorme portal del edificio se le antojaba más como una extraña cueva que un hall de entrada. El bloque de viviendas se había construido entorno a los años setenta y hacía gala de unos impresionantes pasillos que parecían serpentear por las entrañas de la construcción. Llamó al ascensor y volvió a mirar la hora. Debían de faltar segundos para que marcase las nueve de la noche. Una campanita anunció la llegada del elevador y abrió sus puertas bruscamente. Ante él se presentaba un pequeño espacio de poco más de un metro cuadrado y levemente iluminado por un fluorescente que parpadeaba ligeramente.

—Odio los ascensores. Mira que buscarme una chica que vive en un catorce...

Presionó el botón y las puertas se cerraron con la misma brusquedad con la que se abrieron. El ascensor dio un pequeño tirón y comenzó a subir. Primer piso... Segundo... Tercero... Cuarto... Quinto... Mario apoyó su espalda en la pared mientras no quitaba la vista del marcador, que seguía subiendo. Pronto dibujó un diez... Un once... Doce... Trece... Y... Catorce.

Quince... Dieciséis... Diecisiete... Dieciocho... Mario frunció el ceño. «¿Qué narices?» El corazón le empezó a latir con desesperación. Le dio al botón de auxilio, pero no pareció funcionar. La pequeña pantalla no parecía detener la sucesión. Veinte... Veintiuno... «¡El edificio no tiene tantas plantas!» Mario comenzó a golpear la puerta desesperadamente.

—¡Ayuda! ¡Creo que me he quedado encerrado! ¿Me oye alguien?

El ascensor se detuvo bruscamente, y la maquinaria que parecía empujarlo hacia el cielo se quedó en silencio. Mario parecía sentir un abismo bajo sus pies, como si al otro lado del ascensor no hubiera absolutamente nada. El acero crujió a su alrededor y escuchó lo que le pareció un rugido. Sonó antinatural, profundo, grave y antiguo. Un pequeño golpe en el techo hizo que el corazón casi le saliese del pecho. Pero aquello no era más que el principio, porque tras el topetazo, el parpadeante fluorescente se había apagado. Temblando, Mario acudió a su reloj para tratar de iluminar los botones y así volver a pulsar el de ayuda. No funcionaba. Solo había un mensaje mostrado en una extraña fuente verdosa: Error 2808.

Mario dio unos golpecitos en la esfera y procuró reiniciarlo. Nada de lo que hizo pareció afectar al reloj, que con la misma frialdad e impasividad continuaba marcando el mismo error. Al otro lado del ascensor, volvía a reinar la calma. El muchacho trató de controlar su respiración, que en ese momento era lo único que podía oír. «Piensa Mario, cálmate. Nadie se ha muerto por estar encerrado en un ascensor un par de minutos. Bueno, alguien seguro que habrá palmado pero eso no es lo normal. La peña no va muriéndose en estas situaciones. Piensa...» Aquello pareció funcionar, porque Mario recordó que tenía un teléfono móvil. No era el mejor del mercado, pues no le gustaban, pero por lo menos podría llamar a emergencias. Rebuscó por su abrigo hasta dar con él y marcó el 112.

—Nada, no hay cobertura.

Con la pantalla iluminada, Mario trató de encontrar el panel con los botones. Apuntó con su teléfono a la derecha de la puerta. Todo lo que vio, fue la más absoluta nada. Con las manos temblorosas, alargó el brazo con la esperanza de que el tacto frío del metal le diese un poco de consuelo. Al no ser capaz de alcanzarlo, dio un ligero paso hacia delante al tiempo que se inclinaba ligeramente. «¿Cómo puede ser? ¿Tan lejos estoy?», dio otro paso más, esta vez un poco más grande. Casi podía sentir los botones rozando las yemas de sus dedos. Pero no logró alcanzarlo. Un golpe, mucho más fuerte que el primero, hizo que abandonase su pequeña expedición y diese un paso atrás. Solo uno, y antes de que pudiera darse cuenta, su espalda había chocado con el espejo del ascensor.

La superficie acristalada que tenía tras de sí se sentía fría, inerte y muerta, como el aire que respiraba. La angustia volvió a Mario y se acrecentó en los instantes que sucedieron al segundo golpe, pues confirmaba definitivamente que había algo ahí fuera, sobre el ascensor. Una criatura que emitía un pequeño gruñido gorgoteante que parecía aletear. Jamás había podido oír algo así. «¿Qué coño ha sido eso?», pensó Mario, quien había pasado a taparse la boca con las manos para que no le escuchase ni respirar. La criatura comenzó a moverse y a cada zancada que daba le acompañaba un chirrido metálico, como si sus garras o sus patas fueran de acero. Según iba moviéndose, parecía que el número de extremidades que usase para avanzar variase. Primero se escuchó arriba, de ahí pasó al lado de la puerta, donde se detuvo por unos interminables segundos. A Mario apenas le dio tiempo a calmarse cuando el avance continuó. Lo que fuera que hubiera ahí, estaba estudiando el ascensor mientras lo rodeaba.

El chico se deslizó poco a poco hacia abajo, hasta quedarse de cuclillas. Continuaba tapándose la boca con fuerza. Todo el cuerpo le temblaba incontrolablemente. Sentía que iba a morir y ni siquiera iba a saber qué le había matado. El ser reptaba a su espalda. El extraño ruido que emitía al olfatear se escuchaba con inusitada fuerza junto a su oreja derecha, como si de algún modo hubiera podido traspasar el espejo. Las lágrimas humedecieron la cara y las manos de Mario, que rezaba para que el oído de la bestia no estuviera muy desarrollado.

No lo estaba, pues en el vacío en el que solía vivir esa criatura no había necesidad de tener oídos. El olfato, en cambio, sí le había permitido oler esas lágrimas. Las había podido oler a través del tiempo, pues era su trabajo. Y mientras Mario continuaba acurrucado con la espalda apoyada en el espejo, arriba, a su derecha, en una esquina, un ruido agudo y borboteante llamó su atención. Apenas pudo vislumbrar una especie de pus azulado materializándose, seguido de una larga lengua.

—¡Sara! Ya está subiendo.

—¡Ya voy Mamá!

La chiquilla sonrió y fue corriendo a su dormitorio a por el gorro y los guantes. Abrió un par de cajones, tomó sus favoritos y esperó. Su madre, casi tan emocionada como ella, espiaba el descansillo a través de la mirilla. Desde ahí tenía una visión perfecta del ascensor. Sara mientras tanto, buscó con qué calzarse. Solo le dio tiempo a ponerse un zapato antes de que su madre diese un grito de horror.

Apenas habían pasado unos segundos después de las nueve. Esa fue una de las cosas que más desconcertó a la policía. El taxista les explicó que le había dejado a escasos metros del portal un par de minutos antes de la hora en punto, testimonio que se confirmaba gracias a una cámara de seguridad de un comercio cercano. En la grabación se veía a Mario entrando en el portal, tan puntual como siempre. El reloj de la pared del salón marcaba las nueve y dos minutos cuando la madre de Sara llamó a emergencias. Llegaron entre las nueve y diez y las nueve y cuarto. Pero todo eso era imposible, porque la autopsia revelaba que llevaba muerto tres horas cuando lo encontraron.

El chico yacía con la espalda apoyada en un lateral del ascensor, con una expresión de horror inenarrable, como si hubiera podido contemplar el infierno en su más cruda naturaleza. Tenía las manos agarrotadas, que era, junto a la cara, lo único que quedaba reconocible. Sara, por suerte, no llegó a ver el cuerpo. Como tampoco llegó a ver el segundo elemento que la policía no sabía interpretar: Un pequeño charco de una sustancia similar al pus, de un color azul pálido, que había en uno de los ángulos del ascensor. En la muñeca de Mario el reloj continuaba mostrando un extraño mensaje, un frío código al que nadie pareció darle importancia. Escrito en una extraña tipografía de color verde todavía podía leerse: Error 2808.

Error 2808Donde viven las historias. Descúbrelo ahora