7. El pesar de Sara

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Madrid, 5 de diciembre de 2011

Sara tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Sentía que todo lo que estaba ocurriendo era una pesadilla de la que no podía despertar. Había pasado la noche en el sofá, como gran parte del día: En pijama, con todo lleno de pañuelos y con sus padres guardando un silencio que no sabían cómo romper. Su madre pasaba fugazmente por el pasillo, mirando de soslayo y deseando que su hija recuperase el brillo en sus ojos. Inevitablemente se le encogía el corazón, pues sabía que pasaría mucho tiempo hasta que eso fuera posible.

Caía el sol y los padres de Sara hablaban entre ellos. Él no comprendía por qué tanto drama: «Apenas se conocían, ¿no? Solo eran amigos». Luego añadía que seguro que Mario era un chico problemático, que se tenía que estar drogando con alguna sustancia de esas nuevas que los camellos tanto parecían esforzarse en crear. Como si el mundillo de la droga barata en Madrid tuviera una especie de departamento de I+D. Cada sílaba retumbaba por la casa, hiriendo a una chica que daría media vida solo para volver a ver al chico que tanto quería. Sus padres sentían la necesidad de hablar de cualquier cosa, pues la monotonía que ofrecía cualquier conversación ahogaba los sollozos inconsolables de su hija.

—Sara, cariño —decía su madre con una voz cargada de amor—, por favor tienes que comer algo.

Pero la joven no quería. Apenas respondía a nada de lo que se le decía. Cuando le dirigían la palabra, ella giraba la cabeza como alma en pena, y con los ojos cansados de tanto llorar y la nariz congestionada, musitaba una débil negativa. ¿Comer? ¿Para qué? Pasaba horas con la mente en blanco para luego esforzarse en recordar la cara de Mario. No quería olvidarse de ella. De lo que sí quería olvidarse era de esas conversaciones que tuvo con la policía un día y medio antes, en ese tiempo que debía haber pasado cenando algo en cualquier garito de su Madrid. Sara esperaba con ilusión a que su chico llamase al timbre, con una sonrisa que, adornada con un precioso pintalabios, reflejaba toda esa ilusión. Un sueño que apenas duró unos segundos. El tiempo que su madre comprendió que algo no iba bien. La mujer abrió la puerta de la casa, balbuceando, con el pulso acelerado. Ahogó un grito, comenzaron a temblarle las piernas y le pidió a su marido que llamase a la policía. Miró al chico ahí tendido, destrozado. A simple vista comprendió que ese chico no podía estar vivo.

—¿Qué pasa Mamá? —el pulso de Sara se aceleró, jamás había visto a su madre tan nerviosa.

—Hija... Yo... Quédate aquí cielo, no mires.

El cosquilleo en el estómago que había estado sintiendo la muchacha se tornó en un mazo del que quería librarse. Sara rompió a llorar cuando su madre le abrazó. La llamada que hizo su padre no daba pie a interpretaciones: «Hay un chico en el ascensor, parece que está muerto». El interlocutor le pidió que por favor le tomase el pulso. «¿Qué pulso le voy a tomar, si tiene medio cuerpo destrozado?» Tras un jadeante silencio, la madre añadió: «Creo que es un amigo de mi hija».

—Mamá... ¿Qué pasa?

Su madre respondía que no mirase.

—¿Es Mario? ¿Está bien?

—Te quiero mucho hija —era todo la única verdad con la que se atrevía a responder—. Te quiero mucho.

La policía no tardó en llegar, como tampoco tardó en no dar crédito a lo que veían. El escenario era dantesco, una auténtica carnicería. Los vecinos cotilleaban primero por las mirillas para luego salir en bata al descansillo a preguntar qué había pasado. Horrorizados, no tardaban en volver a sus casas para continuar con sus pesquisas al otro lado de la puerta. La madre de Sara hizo cuanto estuvo en su mano para que la chica no saliera de casa. Y así logró que no viera el cuerpo. La policía insistió en que identificase al chico, pero nadie obligó a Sara a ello. De lo que no pudo librarse fue de soportar cómo su padre elucubraba con los agentes:

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