8. Un viaje inesperado

92 25 0
                                    


Madrid, 6 de diciembre de 2011

La habitación de Santi estaba hecha un desastre. Como no había podido pegar ojo, se había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama, caminando por la habitación y maldiciendo de todas las formas posibles a la policía. No podía creer que se escudasen en una sarta de excusas baratas para no proseguir con la investigación. Mario se merecía algo mejor.

Santi abrió la ventana de la habitación para dejar que entrase un poco de frío. Sentía que tenía la cabeza abotargada y un poco de aire invernal le vendría bien. Luego fijó su mirada en un corcho que había sobre el escritorio y donde tanto él como su hermano colgaban las fotos que les gustaban. La más antigua era una de los dos hermanos, de pequeños. Mario tenía el brazo sobre los hombros de su hermano y ambos una sonrisa de oreja a oreja. Era una foto cotidiana que había sido tomada sin más, en un día cualquiera. Santi sonrió con melancolía. «Un día cualquiera», pensó. «Me pregunto cómo será uno de esos a partir de ahora».

La inocente sonrisa de Mario le partía el corazón, y una vez más volvía a pensar en la policía. Le llevaban los demonios. «Ni siquiera ha salido en las noticias...» Aquel último pensamiento le dio la idea. ¿Y si escribía a los medios de comunicación? La idea pronto se desvaneció de su mente. ¿Quién le haría caso? Su hermano, a fin de cuentas, no era nadie. Un chaval más, como cualquier otro, del que la sociedad podía desprenderse sin preocupaciones. Embargado por la desesperanza, encendió el ordenador y se puso a navegar por sus foros favoritos.

—¡No puede ser!

Santi dio un bote en la silla al leer el título de un hilo que alguien había abierto unas horas antes. Sin terminar de creérselo, hizo clic para entrar y leerlo. En él, un usuario explicaba cómo un amigo suyo había fallecido en extrañas circunstancias, que nadie entendía nada y que la policía parecía dar palos de ciego. Acababa diciendo: «No tengo muchas esperanzas en que se nos explique lo que ha podido pasar, shurs».

En esa terrible historia había elementos que coincidían con la muerte de Mario: La víctima había aparecido muerta en el ascensor, la hora de la muerte no coincidía... Ambos casos eran tan sumamente extraños que, a la fuerza, tenían que estar relacionados. Santi se frotó los ojos y volvió a leer la entrada. Acto seguido comenzó a leer las respuestas. Evidentemente había personas que no se creían nada de eso, pero dos usuarios más comentaban que tenían gente cercana que había sufrido el mismo destino  Rápidamente, Santi decidió ponerse en contacto con todos ellos. Tenían que moverse, tenían que unirse y tenían que hacerse notar.


Valencia, Fecha desconocida

Una luz cegó a Rocío nada más salir del hospital. Corrió unos metros más y se detuvo, apoyándose en sus rodillas y mirando al suelo. Le faltaba el aire y el corazón le latía como nunca antes lo había hecho. «Estoy viva...», se decía. El bullicio a su alrededor no parecía afectarle. Decenas de personas caminaban a su lado entrando y saliendo del hospital, yendo de aquí para allá. Ni siquiera el estridente tráfico parecía captar su atención.

Una vez hubo recuperado un poco de aliento, se dio la vuelta y miró a las puertas del hospital. J.A. no salía. «No puede ser, si iba justo detrás de mí», pensó Rocío. Las piernas le temblaban. Quería correr de nuevo a la puerta, pero no podía. Eso también le parecía raro, pues acostumbraba a participar en medias maratones y otra clase de carreras. No había corrido tanto, ¿por qué no podía hacerlo ahora? Rocío miró a su alrededor, buscando a su compañero con la mirada. Guardaba la esperanza de que hubiera salido y ella no se hubiera enterado.

J.A. había mirado atrás instantes antes de salir del hospital. No había podido resistir la tentación y sabía lo que eso significaba. El mínimo instante que tardó en voltear la cabeza pareció durarle una eternidad. El corazón le dio un vuelco cuando fue consciente de ello, pero ya era tarde. Por suerte para él, ahí no había nadie. Absolutamente nadie. Ni siquiera los monstruos que les habían perseguido estaban ya en aquel lugar. Y una sensación de absoluta y terrorífica soledad se adueñó de él. En un abrir y cerrar de ojos se había visto atormentado por una montaña de recuerdos maravillosos, rodeado de gente que le quería. Familia y amigos a los que había dado de lado.

Se quedó paralizado, mirando las entrañas oscuras del hospital, deseando que las bestias del vacío saltasen sobre él para acabar con esa agonía. Notó en su mano algo frío, distante y a la vez sudoroso. Alzó el brazo y bajó la mirada. Era todo lo que le quedaba: Su inseparable pistola. El corazón se le hizo trizas. Toda su vida, todo lo que había tenido, todo ese amor, había quedado reducido a un arma. Sintió que era inevitable, que debía formar parte para siempre de ese vacío.

Y alzó la pistola un poco más.

Hasta su sien.

Y cerró los ojos.

El dedo índice le temblaba al acariciar el gatillo. El cañón estaba helado. Fue solo un instante, un suspiro, y J.A. cayó al suelo. De rodillas. Envuelto en el más angustioso de los silencios. Rompió a llorar lanzando un grito lastimero, y desprovisto de toda esperanza, dejó caer el arma al suelo.

Rocío miró a su alrededor una vez más. Le dolía todo y sentía que la cabeza le iba a estallar. Sin saber bien qué hacer, decidió que lo mejor era, efectivamente, dirigirse al hospital. Cuando se encontraba a apenas cuatro metros, las puertas se abrieron. Era J.A. Rocío gritó de alegría, y como pudo fue hacia él. Le abrazó, y por primera vez, su compañero se dejó abrazar.

—Me tenías preocupada. ¿Estás bien? ¿Estás herido? Pensaba que ibas justo detrás, ¿por qué has tardado tanto?

—Estaba detrás de ti. Apenas he tardado un minuto más, o dos.

—¿Estás de coña? Llevo buscándote lo menos diez minutos —J.A. miró al cielo y luego a su alrededor—. ¿Estás bien? Tienes los ojos rojos.

—¿Qué coño está pasando? ¿Qué narices eran esas cosas?—Preguntó.

Dio media vuelta y se asomó al hospital. Estaba lleno de gente. No salía de su asombro: Apenas unos segundos atrás estaban solo ellos dos.

—Esto no está bien —susurró mirando a su alrededor— ¿Qué hora tienes, Rocío?

—Ya me he dado cuenta. Pasadas las seis —J.A. consultó su reloj:

—Casi y cuarto tengo yo.

—Pero parece mediodía. —Ambos se miraron.

J.A. detuvo a la primera persona que pasó cerca de ellos, una señora de unos sesenta años.

—Disculpe, ¿qué día es hoy?

—Siete de diciembre.

—¿Está segura? —preguntó J.A.

—Claro que sí. Hoy es cuando tengo cita con el oftalmólogo.

La señora se marchó extrañada ante semejante pregunta. Rocío y J.A. se miraron boquiabiertos. No podía ser. Habían ido a ver a Álvaro en la madrugada del cuatro de diciembre y sin embargo ahora era de día, hacía un día espléndido, y lo que era peor: Si esa mujer decía la verdad, significaba que de algún modo habían viajado en el tiempo.

Error 2808Donde viven las historias. Descúbrelo ahora