11. Medidas desesperadas (segunda parte)

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Madrid, 7 de diciembre

Santi contemplaba las noticias con unas enormes ojeras y una sonrisa triunfal. Lo habían logrado. Había estado toda la noche hablando con los distintos usuarios del foro donde había dado con gente que conocía a otras víctimas. A todos les unía lo mismo: Esa sensación de no saber qué estaba pasando, sumado a un sentimiento de impotencia incontrolable y lo peor de todo: La necesidad de encontrar a los culpables. En apenas cuarenta minutos había reunido a un grupo de ocho personas que se habían visto directamente afectadas por algún caso, como él, pero también había un grupo mucho más numeroso de gente que buscaba ayudar. Los motivos eran muy diversos: A unos les motivaba un auténtico altruismo, otros simplemente se dejaban llevar por el morbo, y otros, como Alberto, querían su minuto de gloria.

Él, como Santi, había pasado la noche en vela. Se trataba de un recién licenciado en periodismo que, gracias a los contactos de sus padres, había logrado meterse como ayudante de producción en una cadena importante de televisión. Tenía veintinueve años, y siempre vestía con la misma sonrisa bravucona con la que pensaba que infundía respeto entre sus compañeros y admiración entre las mujeres. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo los foros eran un terreno distinto por los que sabía moverse como pez en el agua. Era un auténtico depredador en busca de algo que pudiera ayudarlo a subir más en su montaña de amor propio. Y el caso del asesino del ascensor le venía que ni pintado.

Llegó a los estudios a primerísima hora de la mañana con montañas de información, los ojos irritados y relamiéndose solo de pensar en que iba a revolucionar al país. Pese al frío invernal, ya llegaba sudando. Alberto no acostumbraba a hacer ejercicio, más bien todo lo contrario, y el sobrepeso provocaba que conque anduviese a paso ligero por más de diez minutos ya estuviera jadeando. Bajo el brazo y bien pegado a su abrigo encerado de color verde inglés llevaba un portafolios cargado de información sobre ese caso que la policía parecía estar ocultando.

—Es un filón —le dijo al director de los informativos, amigo de su padre—. Piénsalo, la policía no ha soltado prenda y nosotros tenemos la exclusiva.

Ante él se encontraba un hombre de cincuenta años que había olido los deseos del chaval por ascender. Sin embargo, tenía toda la razón: Se trataba de una buena exclusiva. Ambos estaban en el despacho de aquel mandamás de la cadena, junto a una secretaria tan joven como Alberto, incapaz de disimular el asco que le producían los náuticos ajados del muchacho. El ambiente que se respiraba era de incertidumbre y aburrimiento. Alberto por el contrario tenía el pulso acelerado y se mordía el labio inferior. De algún modo sabía que lo había logrado: Había impresionado al tipo ese. Ni siquiera sabía que se llamaba Víctor, y tampoco le importaba.

—Tú —le dijo a Susana, su secretaria—, échale un vistazo rápido. Si lo que dice...

—Alberto —añadió el chico.

—Si lo que dice Alberto es cierto, pásaselo a Raquel.

Víctor miró al enchufado con orgullo y tras una palmadita en el hombro, le dio la enhorabuena. Alberto no podía ocultar su felicidad. Pudo sentir cómo se le hinchaba el pecho a causa del orgullo. Acto seguido, se dio la vuelta y miró a Susana de arriba abajo. La chica tenía el pelo largo, que le caía sobre los hombros formando unos bonitos tirabuzones de tonos pelirrojos. La nariz era pequeña y ligeramente puntiaguda, plagada de pecas. Bajó la mirada y le dijo a Víctor que iría enseguida. Alberto se apresuró para abrirle la puerta del despacho y dejarle pasar. Ella le dio las gracias tímidamente. No le gustaba ese chico. Él sonrió triunfante, volviendo a mirarle de arriba abajo.

—Oye, si quieres cuando acabes de darle eso a Raquel, puedes pasarte con un café y tu teléfono  —le dijo.

Sara todavía tenía a Santi al teléfono. Lo que acababa de ver en la televisión era un simple avance, pero aventuraba un aluvión de información sin precedentes. Los periodistas de la cadena de televisión no habían perdido el tiempo durante el día. También habían sabido aprovechar el pequeño espacio del que disponían para adelantar la noticia, porque una de las primeras cosas que dijo la presentadora era que la policía estaba ocultando un caso mayúsculo de interés nacional. «Decenas de personas», siempre según fuentes fiables, habían sido asesinadas a la misma hora y en mismas circunstancias. Como no había sospechosos, solo había algo que podían hacer para mantener el interés de la gente: Culpar a la policía.

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