Parte uno

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Capítulo 1

Parte 1

El Tigre Blanco

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo:

La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros a lo lejos. El viento de la noche gira en el cielo y canta"

Abro los ojos de golpe. Mi cielo no canta, ni los astros brillan a lo lejos, azules, solo hay silencio y oscuridad. Aprieto los ojos con fuerza y continuo.

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

Mi aliento cálido provoca un pequeño remolino de vapor que se desaparece rápidamente, mis palabras apenas llegan a oírse, casi como si entonase un rosario arrodillado a los pies de un altar.

"En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito"

Pero ella ya no está aquí. Y puede que nunca haya estado. Ni siquiera lo puedo recordar, solo recuerdo su mano cálida en mi frente mientras recitaba el poema, Neruda, me decía, aquel hombre que lo había escrito hace tantos años que el tiempo ya no era capaz de recordar.

"Ella me quiso, a veces yo también la quería. ¿Como no haber amado sus grandes ojos fijos?

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

¿la he perdido? ¿se puede perder algo que no se recuerda? ¿se puede perder un vacío?

"La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos"

La noche no está estrellada, y a lo lejos nadie canta; grita, y grita mi nombre.

— ¡Aleck! — abro los ojos despacio. Tal vez lo aluciné, los cierro de nuevo tratando de menguar el sueño que me entra a esta hora — ¡Aleck! — me grita de nuevo la voz, ahora más cerca. Me incorporo de un salto — ¿me oyes? — vuelvo mi rostro hacia la escotilla y me encuentro con un rostro anguloso, de rasgos gráciles y suaves.

—No deberías estar aquí— le digo suspirando con resignación. Adiós escondite secreto.

—Tú tampoco— estira las manitos y trepa por la escotilla arrastrando su bata de dormir, es rosa, y no tiene nada estampado, como toda la ropa en la nave, neutra. Se trepa por completo y camina hacia mí. Está descalza y da pequeños brinquitos al tocar el metal helado. Me acuesto de nuevo y cruzo las manos por detrás de mí cuello mirando hacia el cielo.

Mi cielo sin estrellas.

—Si mi papá te descubre...—

—No lo hará si tú no le dices— la miro, trae el pelo alborotado amarrado en una fracasada cola de caballo, los ojos chinos y lagañas.

—Deberías estar durmiendo— le digo.

—Lo sé, yo no podía dormir, ¿y tú? —niego.

—Yo nunca puedo dormir.

—Deberías ir al doctor.

—No. Me gusta estar despierto a esta hora.

—¿Por qué? — la obligo a sentarse junto a mí, en el metal frío

—Por eso— le apunto al horizonte. El sol comienza a despuntar sobre las inertes montañas, desperezándose como ella. Su brillo es suave, un rosa claro que se riega a pinceladas por el cielo, ataca al frío del desierto en la mañana ahuyentándolo, trayendo un calor que al principio resulta agradable y, luego, insoportable, por eso me gusta disfrutarlo mientras puedo.

La Última GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora