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Molgarde cerro la puerta lo más rápido que pudo y se giro a enfrentarlos. Debía distraerlos el mayor tiempo posible para que Dalfe alcanzara a esconderse y advertir a los demás. Se los quedo mirando fijamente, una mirada fría y afilada. Rumel, sin embargo, continuaba con una sonrisa más arrogante, que sádica. 

-¿No nos vas a dejar pasar?

-La última vez, se derramo mucha sangre.- Escupió ácidamente Molgarde, por más que se esforzó por ser neutral. La sonrisa de Rumel cambio por una expresión reflexiva, con un mano en su mentón.

-Si no mal recuerdo. En esa incursión perdimos a varios hombres. Ocho vidas que tendrán que ser pagadas con sangre. Conoces las reglas.- En su expresión solo había diversión siniestra. Molgarde se limitó a observarlo a él y a sus compañeros a su espalda que se removían ansiosos con un brillo preocupante en sus ojos. -Por cada hombre caído, debe haber tres muertes en venganza. Si hacemos cuentas... hmmmm... Eso serían veinticuatro.- Se relamió los labios -Acaso los números no son geniales.

-Si son geniales- Afirmo cortante la mujer, con su misma cara carente de emoción -Pero solo en el papel. Porque eso no será posible. ¿Dónde encontraras a tantos salvajes para cumplir tu venganza?- El hombre soltó una carcajada.

-Pues de donde más.- Extendió los brazos hacia el instituto -Según nuestros informes tienes al menos medio centenar ahí dentro. Solo tienes que entregar los pocos que solicitamos y quedaras libre de deudas. No olvides que fue tu culpa la muerte de esos hombres y en tus manos cae la responsabilidad de vengarlos.- Molgarde apretó sus labios en una linea fina.

-Eso no sucederá. Mi trabajo como preservadora es mantener el equilibrio y todos ellos tienen la marca de la misericordia. No puedes tocarlos.- El hombre ni se inmutó. Por primera vez la mujer empezó a sentir temor, ese era su mejor argumento, si no respetaba su estatus no había mucho que pudiera hacer para evitar que atacaran el instituto. Una avalancha de emociones la recorrió, pero no cambio su expresión. -Ya puedes marcharte.- Dijo tratando de sonar calmada. Las comisuras de los labios de Rumel se elevaron de una manera siniestra.

-Muchos de tu clan deben de desistir para este punto, pero...- Se acercó a ella. Está reprimió el impulso de empujarlo, no debía hacerlo enfadar. Él le susurró al oído suavemente. -...Nosotros sabemos la verdad. Esas marcas no son el efecto de tu magia. No tienen ninguna protección de verdad. Si no los entregas voluntariamente, entraremos y no habrá sobrevivientes.

La mujer seguía impasible pero en el fondo estaba horrorizada. Rumel sabia su secreto y se encargarían de hacerlo cumplir su promesa. No pudo evitar que la imagen de todos sus niños pasaran por su mente y se le revolvió el estomago de solo pensar que tendría que enviar la mitad a una muerte segura o peor.

Era bien conocido que Cálico era un desquiciado y no se limitaba simplemente a eliminar salvajes, si no que se divertían con ellos de una manera retorcida. Todos los clanes sabían que tenia una profunda mazmorra donde aprisionaba salvajes. Donde los aislaban y privaban de agua y comida. Llegaba un punto en el que toda su humanidad era remplazada por un puro instinto primitivo.

Ahí era cuando los enviaba a una arena, un lugar parecido al coliseo romano, donde los obligaba a pelear a muerte. Hermanos, amigos, compañeros; sus relaciones pasadas ya no importaban, pues no había nada humano en ellos, solo la necesidad de alimentarse y terminaban por desmembrarse unos a otros. Asesinaban hasta que sólo quedaba uno. El cual era torturado hasta su muerte por el mismo Cálico.

Todas las peleas eran grabadas y compartidas con los demás clanes, según Cálico, era para mostrar su verdadera naturaleza y que nadie olvidara el porque de la sagrada misión de los soleados. Una visión que Molgarde no compartía. Había visto algunos vídeos y opinaba que eran repugnantes e inhumanos; pero al mismo tiempo noto que algunos de sus compañeros se mostraban algo excitados al verlos.

Vida SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora