Maldad

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Las manos de Laia temblaban por debajo de la barra, distanciadas de su objetivo principal escondido en un cajón. Dalí sirvió el café de la visita inesperada sobre la superficie de mármol. Tan pronto como se dio la vuelta, intentó en vano simular que no notaba la rígida postura de su amiga frente al hombre de ojos negros sentado en un taburete; la chica parecía un gato erizado de horror.

Mientras tanto, todo en lo que Laia podía pensar era en esa misma voz, aquella noche en Galicia, cuatro años atrás:

«Si esta mierda llega a salir de este despacho, si la prensa se entera porque alguno soltó la lengua...—advirtió él, señalándoles con un dedo sangriento— que los maten a los tres y al resto de la gente que trabaja con ellos en ese club».

Y sin más, cada uno de sus miedos emergió de la oscuridad.

Nunca sería lo suficientemente olvidadiza o confiada con la vida, nunca tendría suficiente precaución y ahí estaba él, confirmándoselo. Jorge Lobo en persona, en su cafetería. Su presencia allí no era un buen augurio en absoluto; era lo contrario a cualquier señal de índole positiva sobre la faz de la tierra. Él no estaba ahí de paso, o por pura curiosidad...no, él estaba ahí porque sus intenciones estaban claras. Venía a advertirle que mantuviera la boca cerrada.

Laia y el peligro tenían una relación tóxica, agobiante...siempre terminaba atraída hacia situaciones riesgosas, cuyos límites parecían borrosos, cosas que aunque pudo haberlas evitado las hacía de igual modo. Había comenzado desde su niñez, luego en su transición por la voluble adolescencia hasta su vida adulta. Un ciclo interminable de problemas que pudo haber esquivado, de no ser quien era.

Ella interpretaba esto como parte de sus genes, una especie de maldición heredada por sus ancestros gitanos; lo llevaba en la sangre y aquello era algo difícil de evadir. No obstante, la suerte dorada de la cual gozaban los miembros de su inescrupulosa familia era el único detalle con el cual ella jamás contaba de antemano. Lobo no necesitaba hablar en ese momento, pero Laia remembraba la clase de amenazas con las cuales él le había hablado.

«Me caes bien, Laia. Pero si insistes en continuar cabreándome, debo recordarte que el mar está muy cerca de aquí. El mar es un lugar vasto, misterioso y profundo, donde muchas cosas se pierden para siempre, estoy seguro de que entiendes lo que quiero decir. ».

Era suficiente para erizarle la piel por debajo de su uniforme. Tras imaginarse cuál podría ser su lúgubre final si no aprendía a sobrellevar la presencia del hombre del otro lado de la barra, Laia intentó sonreír; su gesto trasmutó en una mueca sin forma curvándole los labios resecos. El instinto de hipocresía y frialdad, heredado también de su linaje, apareció como parte de su instinto nato de supervivencia. Se convenció de que lo primero por hacer, sería sacar a Dalí de ahí, descartó la idea absurda de huir, aunque sonaba tentadora.

—Dal, falta Sprite en los refrigeradores, ¿podrías ir por más al almacén? —inquirió Laia hacia su amigo, con la fortuna de que su voz salió calmada y pausada.

El moreno de marcados rasgos indios se encogió de hombros.

—Claro, ¿necesitas algo más?

—No, eso es todo por ahora. Gracias.

Entonces Dalí se giró comenzó a caminar fuera del área de atención. La languidez de sus pasos no terminaba de convencer a Laia. Lo cierto era que ambos sabían, por igual, que el otro estaba mintiéndole desde el principio.

Dalí comprendió la indirecta, ella quería que él se fuera, pero a juzgar por la expresión de Laia al ver ese tipo en su cafetería, Dalí no estaba convencido de apartarse por mucho tiempo. Así que se mantuvo atento en el umbral de la puerta que conducía hacia el almacén. Laia, por el contrario, no se enteró de lo que él hacía con tal de vigilar al hombre capaz de turbarla de la cabeza a los pies.

Hotel Tornasol | LIBRO #2 El JuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora