Los rayos del sol se colaron por la ventana, dibujando extrañas formas en el interior de la pequeña habitación. La luz que se filtraba a través de la cortina no era suficiente para iluminar toda la habitación pero sí para despertar al joven que dormía plácidamente en ella. El mobiliario escaso, constaba de un armario, una cama y una pequeña mesita de noche al lado de esta última. El suelo de madera, al igual que el techo, estaba cubierto por una sencilla alfombra blanca con algún que otro toque marrón. Un par de cuadros decoraban las paredes blancas. Uno de ellos, un bello paisaje marítimo, el otro la representación de un caballero encima de su corcel, armado con un lanza.
El joven posó con pesadez sus pies en la alfombra, mientras con su mano derecha masajeaba la parte trasera de su cuello y un bostezo se escapaba de entre sus finos labios. Levantando sus brazos en dirección al techo, estirándose perezosamente. Movió su cabeza hacia la derecha y a la izquierda, consiguiendo que sus huesos crujieran. Se levantó de golpe y se encaminó hacia el armario, abriéndolo lentamente. Dentro de él sólo colgaban unos pantalones negros, una camisa del mismo color y una larga capa.
Se vistió tranquilamente, sin prisa alguna. Buscó sus botas por todas partes, hasta encontrarlas tiradas de cualquier manera bajo la cama, donde seguramente habían acabado la noche anterior. Al lado de éstas encontró sus olvidados guantes. Una vez vestido buscó la bolsa donde escondía las armas, encontrándola a los pies de la cama, en un pequeño hueco que había entre ésta y el armario. Abrió la bolsa y de ella empezó a sacar cuchillos que fue escondiendo estratégicamente por su cuerpo. Colocó dos en cada una de las botas, uno a cada lado de las piernas. Otro fue guardado en su respectiva funda, que se encontraba atada en medio del muslo derecho. Seis más fueron escondidos en su espalda, en su brazo izquierdo descansaba otro. Por último se colocó su espada a la cintura y ató su capa, la cual ocultó, sin muchos problemas, su figura junto con sus armas.
Abrió la puerta y salió al pasillo, no sin antes pasear su mirada, por última vez, por aquella habitación, buscando algún detalle que pudiera servir para identificarlo. Al no encontrar nada, cerró la puerta y se encaminó escaleras abajo en busca de su desayuno. Qué la posadera le sirvió con una lujuriosa sonrisa, prometiéndole algún servicio de más. Le respondió con otra, aunque esta solo se quedó en amabilidad.
Comió tranquilamente, saboreando cada trozo que en su boca se metía y cada trago que descendía por su garganta. Al terminar dejó el dinero encima de la mesa y sin dirigir la palabra a ninguno de los otros huéspedes se encaminó con paso decidido hacia la salida. Cuando faltaban pocos metros para alcanzar la puerta, dos fuertes hombres se le colocaron delante, impidiéndole el paso. Miró detrás de él, encontrándose a dos más. Suspiró con pesadez y dirigió su vista a un quinto hombre que se encontraba apoyado a la puerta, sonriendo divertido.
- Vaya, vaya.- Dijo separándose de la puerta y acercándose a él lentamente.- hemos encontrado a un niño bonito.
La posada había sido engullida por un fuerte silencio, nadie movía ni un solo músculo, todas las miradas estaban colocadas en los seis hombres que se encontraban de pie en medio de la sala. El que parecía el jefe intentó tocar el rostro del chico, pero este le apartó la mano de un manotazo. Al instante los cuatro hombres restantes se le lanzaron encima, en un intento de golpearlo, pero él fue más rápido.
Los esquivó con un elegante salto, pasando por encima de sus cabezas y cayendo detrás de ellos, sobre una mesa que se encontraba vacía. De una rápida patada mandó a volar a uno de los matones, que en su caída se llevó a uno de sus compañeros, golpeándole en la cabeza. Los otros reaccionaron rápido e intentaron atraparlo de nuevo. Esta vez simplemente saltó hacia arriba cayendo encima de uno de los hombre y empujándolo contra la mesa, la cual fue destruida bajo su peso. El cuarto consiguió cogerlo por la espada, inmovilizandole los brazos. Sin perder su sangre fría, le pisó con fuerza el pie, consiguiendo que el enemigo tirara su cabeza hacia delante, la cual fue golpeada fuertemente con la suya propia. Esta vez lo soltó con un grito de dolor, el chico volteó elegantemente, haciendo ondear su capa detrás de él y le pateó la cara enviándolo al suelo de un solo golpe. Finalmente se encaró al último que quedaba, que seguía petrificado cerca de la puerta.
Empezó a andar en su dirección, lentamente, pero al llegar a su altura ni siquiera se detuvo, siguió su camino, abriendo la puerta y saliendo del local, que aún después de la pelea seguía totalmente en silencio. Cerró tras él, alzó su vista al cielo y suspiró. Nunca conseguía pasar desapercibido, siempre se metía en peleas, parecía que los problemas le persiguieran. Se colocó la capucha de la capa, ocultando su rostro y dirigió sus pasos al establo, donde un precioso corcel negro le esperaba.
Lo ensilló y montó en él, haciéndolo salir a paso alegre de esa posada, con el claro fin de ir a su siguiente destino. Aunque no tenía rumbo fijo y desconocía donde terminaría, simplemente seguía el camino, dejando que el azar dictará hacia donde irían sus pasos.
Hacía ya meses que seguía ese estilo de vida. Iba de aquí para allí, con su caballo como única compañía. Sobrevivía de las recompensas que conseguía con la captura de criminales o con el salario que le daba el ejército como agradecimiento por su ayuda en algunas misiones. La verdad es que siempre iba escaso de dinero, pero aun así se las arreglaba para ir tirando.
No quería compañía, prefería trabajar solo. No es que la gente le molestara o le irritara, el hecho de que prefiriera la soledad se debía a que que ya había perdido a muchos y no quería seguir sufriendo. No quería llorar más muertes. No deseaba volver a querer a alguien para que luego se lo arrancaran de su lado. Había abrazado demasiados cuerpos sin vida, sus ropas ya se habían teñido de carmesí demasiadas veces por un amigo, sus ojos demasiadas lágrimas habían derramado mientras de su garganta se escapaban gritos de rabia. Definitivamente no quería más sufrimiento en su vida.
Golpeó a su caballo con cuidado para que este empezara a ir al galope. Quería notar el aire en su cara, la velocidad en su cuerpo. Deseaba sentir que volaba, ser libre. Olvidar el pasado, eliminar los recuerdos tristes de su mente, no pensar en sus compañeros caídos. Soltó una sonora carcajada. Si ahora lo vieran, más de uno intentaría darle una paliza por llorar sus pérdidas. Todos sabían que su trabajo era arriesgado, que sus vidas estaban en juego cada día, que en cada misión luchaban con la muerte. Seguro que ellos no le culpaban, pero él sí lo hacía. Si hubiera sido más fuerte, más rápido, más ágil, más perspicaz; ellos quizás aún estarían allí, a su lado. Esas palabras se las repetía cada día antes de dormir, deseando con todo su corazón que solo fuera una pesadilla y que cuando sus ojos notaran los primeros rayos de la mañana tuviera a sus amigos durmiendo a su lado. Pero se levantaba cada mañana para encontrarse con la cruda realidad, estaba solo y sus amigos seguían muertos.
Los árboles a su alrededor pasaban rápidos, borrosos, desdibujados. Sentía el aire golpear su cara, removía sus largos y finos cabellos castaños, su negra capa ondeaba al viento. Todo su cuerpo se movía en armonía con el de su caballo. Compañeros de viaje desde hacía ya tiempo, se conocían muy bien. A los dos les gustaba correr. A la mínima oportunidad ponían a prueba el viento, a ver quién era más rápido. Temerarios como pocos, no dudaban en meterse en bosques oscuros y parajes desconocidos. Pocas cosas podían detenerlos y la posibilidad de morir no se hallaba entre ellas.
Galopó a gran velocidad por el camino de arena que rodeaba el pueblo y solo se detuvo cuando pudo divisar el mar a lo lejos. Adoraba el océano. Le encantaba el azul de sus aguas, la sensación de libertad y tranquilidad que transmitía, la serenidad que se apoderaba de él cada vez que lo contemplaba. Amaba lo bello y peligroso que podía llegar a ser. En su momento se había planteado hacerse a la mar, vivir aventuras de corsarios, convertirse en pirata. Pero siempre lo había descartado por una razón u otra.
Detuvo su caballo cerca de un acantilado y sin desmontar observó la inmensa masa de agua que se extendía hasta más allá del horizonte. Inspiró con fuerza, llenando sus pulmones de ese característico olor a mar que le relajaba tanto. Cuando de repente notó que algo se le clavaba en el cuello. Dirigió su mano derecha hacia allí, descubriendo un dardo de plumas blancas. Eso fue lo último que vio antes de caer desmayado del caballo.
ESTÁS LEYENDO
Avaris: Ciudades de sangre
Aksiyon¿Qué pasaría si la ambición de un hombre pasara por esclavizar a un pueblo? Gente muy diferente se unirá para defender aquello que más aman, su libertad. Distintos pasados, distintas vidas pero una sola voz, un solo corazón, un solo objetivo: defen...