Strobe lights.

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En una cama tan inmensa y fría, con las rodillas en el pecho y un par de espasmos ocasionales. Eso era Fahrenheit. Con los párpados abrazándose y muy decididos a un futuro y eterno amor, Fahrenheit luchó por divisar en su alrededor. 

En la mesa, el cenicero lleno. Un par de lentes rotos, un abrigo rasgado. Una botella de vodka, destapada.

Nadie sabría explicar con exactitud si el inmenso olor que se sentía era él mismo pudriéndose y marchitándose, o el repugnante descuido que antes se hacía llamar habitación.

Tenía 67 llamadas perdidas en su celular y tal vez un centenar de mensajes. El pobre girasol marchito se había rendido al mundo desde hace tal vez un par de años, pero momentáneamente siempre encontraba un motivo para vestirse y salir otro día más.

Eso no había pasado esta vez.

Movía sus pulgares, uno encima del otro repetidas veces y tarareaba con la voz quebrada una canción que tal vez algún día alguien conocía.

Lo bueno de la penumbra, es que no dejaba ver el tremendo desastre que yacía entre esas cuatro paredes. De no ser así, los ojos del pobre chico sufrirían unas grandes punzadas por la sensibilidad que tenía. Sus ojos estaban tan inflamados y rojos que no quedaba más opción que dejarlos como estaban. Semiabiertos, aún con algunas gotas de rocío entre cada pestaña.

Los perfectos círculos borrosos que interrumpían la visión de Fahrenheit le pidieron aire. Tal vez uno que otro cigarrillo y un poco de frío.

Intentó levantarse como pudo y se dio cuenta de que aún todavía un par de los rasguños que tenía seguían sangrando, o más bien, los que acompañaban a los otros que dejaban pequeños caminos, rojos y coágulos entre su pálida piel, que no obtenía desde hace 2 días y una noche nada más que alcohol.

El estómago ya se había resignado a recibir comida y dejó de pedirla. Así como Fahrenheit dejó de pedir que parasen de hacerle daño. Resignado, no se duchó. Sólo se mojó la cara y con los dedos húmedos, se acomodó el pelo hacia atrás, dejando un pequeño y agraciado mechón bailando sobre su cara. Se fijó en su reloj, aún por milagro prendían sus tenues luces azules. Pareciendo que el azul nunca dejaría de perseguirlo.
Eran las 19:40pm.

Tomó la caja de cigarrillos, de los que contaba con únicamente un cigarrillo. Se acomodó sin mucho cuidado el abrigo negro sobre sus hombros y colocó su cigarrillo y encendedor en uno de los bolsillos de arriba.
A las 19:40pm, en Mayo, ya era de casi noche. Los focos de luz en la ciudad comenzaban a encenderse y Fahrenheit cada vez se sentía más apagado.

No caminó mucho hasta que decidió reposar en uno. Encendió su cigarrillo con dificultad; sus manos temblaban levemente.

El pobre muchacho, atormentado por el viento, intentó hacer caso omiso a sus provocaciones, pero fue imposible. Aún recordaba como sus manos temblaban cuando sus delicados dedos pudieron por fin estar al contacto con su piel al desnudo.

Su corazón latía con fuerza y pedía por favor jamás parar, cantándole la mejor serenata a sus pulmones que morían de emoción y tal vez de una gran falta de oxígeno. Fahrenheit no necesitaba oxígeno para vivir mientras sus delgados brazos rodearan su pequeño cuerpo.

Aunque, mejor dicho, en el mundo se sentía pequeño, sólo si sabía que no iba a poder correr y escabullirse entre esos brazos nunca más. Decir que le costaba cada calada un minuto más de vida le hacía regocijarse de lástima y pena, prefiriendo gastar su vida rápido por no poder querer más tiempo. Un tiempo que no valía si no podía satisfacerlo.

Fahrenheit se había vuelto alcohólico de esas promesas que jamás habían llegado a ser, embriagándose en potenciales mentiras, porque eran afirmadas verdades que él ciegamente quería creer pero que nunca eran. Prefería creer que las palabras que decía eran reales, que quebrarse por dentro una vez más, pero en el fondo bien sabía, que si sus "te amo" fuesen una promesa, la honestidad ya habría acabado con ellas. El egoísmo predominaba en la vida del joven, de forma ajena. No pudo soportarlo más y simplemente se resignó al mundo en el que vivía.

Porque tal vez en un par de horas, lo encuentren muerto.
Pero a Mr. Fahrenheit nunca le importó eso.
Él no buscaba una solución a su angustia.
Él no quería ser descaradamente feliz y despreocupado.
Le importaba más sentirse vivo.
Es por eso que no le importaba morir.

Fahrenheit en realidad ya había muerto un par de noches atrás cuando le afirmaron que no podía hacer nada mejor que arruinar las cosas.

Finalmente, apagó el cigarrillo con suavidad contra el poste y miró al cielo, por última vez.

Para él la calle se hallaba vacía. Porque desde los 10 minutos en los que había llegado, su mirada se había conectado y prácticamente soldado a la despeinada nuca de su amante. Todavía no se había dado cuenta de que lo estaba mirando desde lejos como un completo inútil, devastado.

De todas maneras, a él ya no le importaba si él se daba vuelta o se interrumpía su conversación.
Fahrenheit, como perdió la vida esa fría noche de Mayo, lo perdió a él.

Fahrenheit and the universe.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora