Prólogo
Copper Creek, Colorado 1878
El cielo de primavera era vasto y de aquel azul tan puro e intenso que siempre le llenaba a María el pecho de una inexplicable tristeza. El color se
extendía en todas direcciones como un baldaquino divino salpicado de
insignificantes retazos de nubes blancas. De haber alguien en la cumbre de las
montañas cubiertas de nieve que se divisaban en la distancia, le bastaría con
estirar el brazo para poder tocar aquella gloria misteriosa y elusiva.
El sonido de la risa y de la música la devolvió de nuevo a la tierra, a los
adultos repartidos por el inmaculado césped del jardín de sus padres, que
charlaban formando pequeños grupos y a los niños que correteaban entre ellos
jugando al escondite y a policías y ladrones.
Varios de ellos parecían muy concentrados en un reñido partido de
criquet, bajo la copa de los árboles centenarios que filtraban la luz del sol a
través de sus ojos. María observaba todo aquello con una mezcla ya familiar de
deseo y pesar en su joven corazón de diez años.
—¿Tienes frío, tesoro?
La voz de su madre no bastó para que abandonase, aunque fuera
momentáneamente, el partido de criquet, pero contestó negando con la cabeza.
—¿Quieres un poco de limonada?
—No, gracias. ¿Puedes acercarme a los jugadores, mamá?
—Una de esas bolas podría alcanzarte —contestó su madre—. Estás mejor aquí.
—Esta mañana me he levantado yo sola de la silla y he conseguido llegar a la cómoda —dijo, sabiendo que aquel esfuerzo no complacería a su madre, pero desesperada por convencerla de que no estaba completamente indefensa—. Sé que podría estar de pie bajo uno de esos árboles durante un
rato. Podría apoyarme en él. Por favor, mamá… por favor, déjame acercarme.Mildred Fernández envolvió mejor las piernas de María con la manta.
—No pienso permitir que corras riesgos, María. Ya sabes que no puedes andar o jugar como los otros niños. Hay raíces que sobresalen de la hierba y
podrías tropezar y hacerte daño, así que deja de decir tonterías. En tu silla estás muy bien. Además, tienes la muñeca nueva para jugar. ¿A que no has visto otra más bonita? —miró hacia un lado y vio a su hijo—. Burdell, ven a
hacer compañía a tu hermana.
El chico obedeció inmediatamente y Mildred volvió a perderse entre la gente.
—No tienes por qué quedarte aquí, Burdy —le dijo ella—. Ve a divertirte con tus amigos.
Nadie más que María podía haberle llamado por ese nombre sin llevarse un puñetazo en los dientes. Burdell tenía ya dieciséis años y era más alto y
más fuerte que su padre, pero nunca había tratado a María más que con absoluta devoción.
—No me importa —contestó—. Debe ser muy aburrido tener que estar sentada en esa silla todo el tiempo, pero es algo que vas a tener que aceptar.Ojalá no fuese así.
María suspiró, agradecida por su compañía y su lealtad, pero resentida porque la mirase del mismo modo que lo hacían sus padres. Miró distraídamente a la delicada muñeca de porcelana que tenía en el regazo…
una más que añadir a la colección que ya llenaba el alféizar de su ventana.
Se quedó junto a ella hasta que María se dio cuenta de que sus amigos los miraban, y lo animó a que se fuera con ellos. El grupo de amigos desapareció por el camino del arroyo, y ella les envidió su independencia.
Poco después llegaron dos jinetes, que sujetaron sus monturas cerca de la puerta y entraron en el jardín. Uno era Gilbert Chapman, un hombre que ya había visto en otras ocasiones en casa de sus padres. El otro era un muchacho
lánguido y desconocido que parecía más pequeño que Burdell, que fue presentado a sus padres y al pequeño grupo de amigos. Después, el señor Chapman se acercó a charlar con otro corro.
Solo, el joven estuvo observando la partida de criquet durante un rato y luego la vio. Con las manos en los bolsillos, se acercó a ella. Comparado con
su hermano, aquel chico parecía todo piernas, brazos y zapatos. La brisa prendió en su pelo negro y le apartó varios mechones de la frente.
—Hola —la saludó.
María levantó la mirada y se encontró con unos ojos tan azules como el cielo.
—Hola. No te conozco. ¿Cómo te llamas?
—Esteban Sanromán. He venido de visita a casa de mi tío Gil. ¿Y tú, cómo te llamas?
—María. Esta es mi fiesta de cumpleaños.
—Felicidades entonces. Qué muñeca más bonita.
—Gracias. ¿Ese caballo es de tu tío?
—No, es mío.
—¿Cómo se llama?
—Wrangler. Es un sueco de sangre caliente. Al principio los criaban para servir en la caballería. Tiene sangre española y sangre oriental.
—Sabes mucho de caballos.
—Un poco.
—Entonces, ¿ha nacido en Suecia?
Él se echó a reír y se le dibujó un largo hoyuelo en la mejilla.
—No. Es de Nebraska. ¿Quieres verlo de cerca?
—¡Puedo?
—Claro. ¿Qué te pasa? —preguntó mientras empujaba la silla hacia la puerta—. ¿Por qué no puedes andar?
—Que soy coja —se limitó a decir, aun a sabiendas de que su madre
sufriría un ataque de apoplejía si la oyese utilizar aquel término tan vulgar.
—Oh —fue todo lo que dijo él.
—Mis padres me han llevado a los mejores médicos del este, pero no hayoperación que pueda arreglarlo. Es que el hueso de la pierna no encaja bien en
la cadera.
—¿Te duele?
—No. Puedo caminar un poco pero con dificultad, y mi madre dice que nodebo hacerlo.
Su silla se paró a un par de metros del caballo.
—¿Puedes montar?
Ella lo miró sorprendida y una esperanza que jamás habría soñado sentir,le aprisionó el pecho.
—No lo sé. ¿Es peligroso?
—No más que muchas otras cosas, supongo.
María miró el enorme y brillante animal con ilusión. ¡Menudo cumpleaños sería si pudiese montar en él! Ella, María Fernández, la coja, a caballo. ¡Ojalá Dios lo permitiera!
—¿Puedo intentar subirme?
Él miró hacia la fiesta. Nadie estaba mirándolos.
—Creo que sí, pero ¿cómo vamos a subirte?
Ella dejó caer la muñeca y la manta sobre la hierba y se puso de pie con torpeza. Esteban la sujetó por un brazo.
—¿Cómo te subes tú? —preguntó María. De pie a su lado, el animal le parecía mucho más impresionante, pero deseaba con todas sus fuerzas poder
sentarse en esa silla, tanto que dejó a un lado sus temores y esperó con ansiedad su respuesta.
—Pongo un pie en este estribo y paso la otra pierna por encima de la silla. ¿Puedes hacer eso?
—Creo que no.
Era precisamente la pierna que no la dejaba moverse.
—A lo mejor si te levanto para que pongas el pie de la pierna buena en el estribo, luego puedo ayudarte a pasar la otra.
—Vale.
La levantó en brazos como solían hacer Burdell y su padre y la acercó al estribo.
—Sujeta las riendas y sujétate a la silla.
María colocó el pie y se sujetó al borrén delantero de la silla mientras él la empujaba sin miramientos por el trasero hasta que tuvo todo su peso sobre el
estribo. Decidida, María se aferró a él con toda su fuerza inexperta.
Sujetarla por encima de la cabeza era también un esfuerzo para él, pero parecía tan testarudo como ella y, tras unos cuantos empujones y resoplidos,
María se encontró encaramada en la silla. Su voluminosa falda y las enaguas de encaje se habían arrugado y encogido, e incluso la ayudó a estirarlos para
que cubrieran la mayor parte de sus pololos.
—¿Te duele algo? —preguntó, sofocado y encogiendo los ojos por el sol, que arrancaba destellos azules de su pelo revuelto por el esfuerzo.
—Nada —¡qué lejos estaba el suelo y qué vista tan maravillosa se tenía desde allí!—. ¡Lo he conseguido! —exclamó—. ¡Estoy montando a caballo!
—Quita el pie del estribo para que pueda subirme detrás de ti.
María obedeció sorprendida y él se encaramó con facilidad a la grupa.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
—Ni pizca. Esto es mejor aún de lo que yo imaginaba.
—Esto no es nada —dijo, pasando sus brazos flacos alrededor de ella para tomar las riendas—. Lo mejor viene ahora.
Con un movimiento de las piernas y los pies que ella sintió por debajo de la ropa, puso en marcha al caballo.
Sorprendida pero encantada, María sintió que el corazón le latía más rápido.
—¡Hazle ir más rápido!
Él azuzó al animal y María se agarró al pomo de la silla. Transcurridos los
primeros minutos de traqueteo, consiguió ajustar su peso al paso del caballo.
Su casa estaba en una calle arbolada de escaso tránsito, a las afueras de la ciudad, y dirigió a Wrangler hacia campo abierto dirección sur.
El viento acariciaba las mejillas de María y tiraba de su pelo, desarmando los perfectos tirabuzones del peinado. El cielo parecía acudir a su encuentro,
estallando en azul en todas direcciones hasta donde le alcanzaba la vista. Una
sensación liberadora de libertad desató sus percepciones.
Nunca se había sentido tan ligera, tan delicada y tan libre de las cadenas que la ataban a la tierra.