La casa estaba a oscuras y en silencio. Sus padres llevaban ya un buen rato en su habitación del piso superior. Cuando estuvo lista, miró la hora en el reloj de encima de la chimenea, abrió sin hacer ruido la puerta de atrás y
avanzó por el camino hasta la verja. Cuando llegó al final de la calle, los brazos le temblaban por el esfuerzo realizado, pero el dolor se le olvidó en cuanto vio
la silueta oscura del caballo y el hombre que lo montaba al resplandor plateado de la luna.Capítulo Siete
—Recibiste mi nota. Siento llegar tarde —se disculpó—. Me he quedado dormida.
—No me ha importado esperar.
La casa más cercana quedaba a unos cientos de metros, y una docena de
pinos además de un macizo de espíreas en flor ocultaban a Esteban perfectamente.—Ha pasado tanto tiempo —dijo ella con la voz sofocada.
—Me alegro de que me enviases esa nota —contestó él, y miró hacia el otro lado del camino—. No deberíamos quedarnos aquí.
—Vayamos a otro sitio —sugirió.
—De acuerdo —Esteban pensó durante un instante—. Levántate.
María se arriesgó a hacerlo y él ocultó su silla en el macizo de espíreas, donde nadie podía verla.—¿Te apetece montar? Ella miró al caballo.
—Has traído a Wrangler.
—Quería verte.
María se rio.—Sí, estoy preparada.
Acercó el animal a un carro abandonado que había quedado en la linde de la propiedad vecina y luego tomó a María en los brazos para colocarla en lo
alto de la rueda.—¿Puedes subirte desde aquí?
María se agarró al pomo de la silla y subió sin dificultad. Utilizando el apoyo del estribo, Esteban subió a la grupa.
Era más corpulento que la última vez que habían hecho aquello, más musculoso, y María disfrutó de sentir su pecho, sus caderas, su respiración en la nuca.—¿Podrá Wrangler con nosotros dos? —le preguntó.
—No vamos a ir lejos.
Esteban tomó las riendas y con un gesto de las piernas, el caballo echó a andar. Emocionada, María se agarró al pomo de la silla y apoyó la espalda contra la sólida firmeza de pecho. Aquel segundo paseo a caballo estaba siendo
más emocionante aún que el primero porque estaba sintiendo a Esteban como un hombre. Condujo el caballo por las calles desiertas, frente a tiendas cuyos
propietarios vivían en el primer piso y a cuyas ventanas miró ella con aprensión. Esteban detuvo a Wrangler frente al establo, desmontó y, en brazos, la
trasladó, tirando también de las riendas del caballo, al interior del establo, que olía a heno y a caballos. Se detuvo un momento para decirle dónde había una
lámpara y cerillas. María la encendió y, con ella en la mano, iluminó el camino por el pasillo que discurría entre las líneas de animales. Al final, la dejó en el suelo.—Hay un banco ahí, si quieres sentarte.
María lo hizo, mientras él metía a Wrangler en su cuadra, le quitaba la silla y le llevaba grano en un cubo.—Te mereces hoy una ración extra —le dijo, dándole una palmada en la grupa—. Luego te daré un buen cepillado.
El caballo piafó como si lo hubiera entendido y María sonrió.—¿Quieres caminar, o prefieres que te lleve? —le preguntó él, después de cerrar la puerta de la cuadra.
—Prefiero caminar.
Se levantó y él le dio la mano para enseñarle el establo. Le fue diciendo los nombres de los animales que tenía a su cargo y se colocó la mano en el antebrazo. Luego entraron en una habitación grande que tenía un fogón alto
de piedra pegado a la pared del fondo.