—¿Te ocurre algo, María?
Su voz, que provenía de la oscuridad, la sobresaltó, y al volverse vio brillar
el pelo negro azulado de Esteban Sanromán a la luz de la luna.Capítulo Tres
María intentó recuperar la compostura.
—No, no, estoy bien. Sólo he salido a tomar un poco el aire.—Me parece a mí que aire había mucho en el salón. Creo que lo que querías era distanciarte un poco para poder maldecir.
¡Santo cielo, la había oído! Las mejillas se le pusieron rojas como la grana, y él se echó a reír.
—La verdad es que estoy impresionado. Y me alegro de saber que no mehabía equivocado con lo del fuego.—Yo… es que no sabía que hubiera nadie aquí fuera. Lo… lo siento.
—No lo sientas por mí. A veces hay que soltar un poco de tensión. No puede ser bueno guardarlo todo dentro.
La verdad es que así era exactamente como se sentía casi todo el tiempo: a punto de explotar. A veces, gritar para dar rienda suelta a su frustración era
lo único que impedía que se volviera loca.—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó él.
—Un poco —contestó ella, ladeando la cabeza.
—¿Sólo un poco?
Sí. Nunca conseguiría sentirse bien del todo. Iba a seguir sintiéndose atrapada, encerrada…
—¿Qué ocurre, María?Oírle pronunciar su nombre de pila le resultaba inquietante en más de un sentido. La familiaridad era impropia incluso su madre la llamaba señorita
Fernández en público, pero a ella le encantaba oír el sonido de su nombre en sus labios. Pero no podía contestar a su pregunta y se limitó a negar con la
cabeza.—Me parece que puede adivinarlo.
Ella lo miró.
—Te tratan como si fueses una niña —aventuró.Su frase se quedó colgando en el aire de la noche. La trataban como a una niña. En algún momento a lo largo de los años se había transformado en una
mujer, pero los demás no se habían dado cuenta. Su madre la reprendía y la protegía, su padre la mimaba y decidía por ella y Burdy… bueno, Burdy era
Burdy.—No me ven como a una persona de verdad —se descubrió—. Para mis padres, para mis amigos, para el mundo entero, soy la pobrecita de María.
—Pero no para ti misma.
—Ni siquiera me permiten hacer la cosas que puedo hacer. Puedo cuidar de mi sobrino, tenerlo en brazos y jugar con él. Puedo ayudar a preparar las comidas y hacer tareas de la casa —las lágrimas se habían acumulado y tragó saliva para que no se oyeran en su voz—. No soy una carga —lo miró—. Puedo ponerme de pie. Incluso puedo caminar… un poco.
Jamás había compartido con alguien aquellos sentimientos, y compartir su secreto le hizo sentirse vulnerable, pero libre al mismo tiempo.—En ese caso, ponte de pie, María.
Ella lo miró.—Tú quieres hacerlo, ¿no?
—Sí, pero es que… me da vergüenza.
—¿Por qué? Estamos solos los dos.
María se volvió para mirar hacia las luces del salón. La música llegaba lejana hasta ellos. Nadie podía verlos allí.
Bajó los pies al suelo y se apoyó en los brazos para levantarse. Despacio fue incorporándose hasta quedar completamente erguida. La silla quedó a su
espalda.—¿Habías estado de pie antes en mitad de la noche?
—Hace muchos años.
Él apartó la silla completamente y María se sintió sola, sin nada a lo que sujetarse excepto el duro suelo. El corazón le latía en la garganta y se sentía
muy vulnerable.
Esteban le ofreció la mano y ella se agarró como si le fuese la vida en ello.
