Necesitaba una casa. Eso tenía que ser lo primero. Tenía que construirle a María una casa. Y luego la haría su esposa. Y después, podría dejar de asustar
criaturas nocturnas y puede que dormir… en sus brazos.
Volvió a montar y se alejó al galope.Capítulo Ocho
Esteban estaba sentado en el vestíbulo del banco. Hacía calor aquella mañana, pero no tanto como para justificar el sudor que le caía por la espalda y le humedecía el bigote. Sacó un pañuelo que había metido en su mejor chaqueta de lana y se secó la cara con la esperanza de que nadie se diera cuenta.
Nunca había hecho algo así. Jamás había acudido al banco a pedir dinero. Se había construido el establo por el método más duro, el más honrado, con sudor y trabajo, dólar a dólar, caballo a caballo, tabla a tabla, hasta dar forma a su sueño.Quizás en el fondo de su cabeza, había confiado en no tener que pasar nunca por aquella situación. En no tener que ir jamás a pedir un crédito. Pero
María significaba para él más que su orgullo.
El hombre que atendía la única ventanilla lo miró desde detrás de los barrotes. El hombre calvo sentado a la mesa que había delante del despacho de Eldon Fernández había estado calibrándolo con la mirada desde que llegó, cuarenta y cinco minutos antes. Esteban nunca había estado en aquel banco. No
les había confiado su dinero, y jamás había dudado de lo acertado de aquella decisión.
Como si se tratase de una conjura del destino, Burdell entró en aquel
instante en el banco, lo miró primero de pasada y después con evidente sorpresa, y luego entró sin llamar en el despacho de su padre.
El tipo calvo arrancó su mirada de Esteban y la puso en un montón de papeles. Era evidente que Fernández le estaba haciendo esperar deliberadamente.
Por fin, después de que se hubiera visto en la necesidad de sacar el
pañuelo en varias ocasiones más, Burdell abrió la puerta.
—Pase, señor Sanromán.
Esteban entró en la guarida del león. Burdell entró tras él y le señaló una silla.
Esteban miró a su alrededor. El despacho estaba muy bien amueblado, desde la preciosa mesa de caoba con accesorios de cobre hasta las sillas de cuero, pasando por un cuadro en el que se representaba la cacería del zorro. Eldon Fernández estaba sentado al otro lado de la mesa, fumándose un cigarro con toda parsimonia. Habían hablado en los meses que habían transcurrido desde que Esteban abriese el establo. El propietario del anterior se había marchado a Nebraska a vivir con su hijo, y los Fernández se habían visto obligados a tratar con él si querían alquilar un coche, pero eso no los obligaba a ser cordiales. Utilizaban sus coches y sus caballos, le pagaban por
su alquiler y se marchaban.—Debe tener una buena razón para estar aquí —dijo Eldon, entrelazando las manos sobre el vientre. Burdell se sentó en una silla y cruzó las piernas, dispuesto a contemplar la escena.
Aún no lo habían linchado, de modo que Esteban encontró consuelo en aquel hecho.—Es por cuestión de negocios.
—Yo no tengo ningún negocio con usted —replicó Eldon.
Quizás debería volver a empezar.
—Gracias por recibirme.
Fernández no contestó.—He venido a pedir un préstamo. Quiero construirme una casa.
Fernández enarcó las cejas, miró a su hijo y luego a Esteban.—No ha necesitado antes mi ayuda.
Se refería al establo. Esteban no había querido pedirle dinero prestado, lo mismo que tampoco podía hacerlo en aquel momento, pero las cosas habían
cambiado.—Para construir el establo me las arreglé solo, pero ahora necesito un préstamo.
—Hace falta mucho dinero para construir una casa.
Esteban asintió.—Creo que puede ver que soy un hombre trabajador, de confianza. Sé administrar bien el dinero.
—Para pedir un préstamo hay que tener con qué avalarlo.
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