Las calles estaban llenas de gente y de puestos improvisados en los que se vendían palomitas, limonada y dulces.
—La silla de María está en la escuela, donde empezamos —contestó Charmaine.
Cuanto más se acercaban a la escuela, más rápido latía el corazón. Y allí, de pie en el jardín, estaba su familia.Capítulo Nueve
—¡Ay, Dios mío! —susurró María.
—No va a pasar nada —dijo Charmaine.
—Me han visto. Me han visto sonreírle y lanzarle un beso.
—Tranquilízate María —dijo él por encima del hombro—. No va a pasar nada que no podamos arreglar. Pero ella se levantó y quiso bajar. Burdell corrió a su lado.
—¿Qué haces? Espera a que te ayudemos.
—¡María! —exclamó su madre, apresurándose a llegar junto a ella—. ¿Y de dónde has sacado ese vestido? Esta mañana te fuiste antes de que pudiera verte.
—¡Él no ha hecho nada! —dijo María, apresurándose a pronunciar aquellas palabras antes de que las cosas pudieran complicarse.
—Y he sido yo quien convenció a María de que se uniera a nosotras en el desfile, tía Mildred —dijo Charmaine—. A ninguna se nos ocurrió pensar cómo íbamos a poder volver por su silla, y el señor Sanromán ha sido tan amable que nos ha traído en su coche.
Eldon se acercó con la silla de María, y Burdell la recogió en el peldaño del coche y la dejó en la silla. Diana estaba con Will y miró a María como disculpándose.—¿Es verdad eso? —preguntó su padre.
—Sí —contestó ella—. Pero no ha sido culpa de Charmaine. Durante
todos los años en que he tenido tutores, en algunas ocasiones he podido colaborar con la carroza de la escuela, pero nunca pude salir en ella. Y quería hacerlo, papá. La decisión ha sido mía.—Podrías haberte caído y te habrías hecho mucho daño —la reprendió su madre—. Casi me muero del susto cuando te he visto subida ahí. ¿Dónde está
tu consideración hacia tus padres?
Diana se acercó a Esteban justo cuando bajaba del coche.—Gracias por traerla hasta aquí, señor Sanromán —dijo, y le tendió una mano enguantada que Esteban estrechó brevemente —. Sé que sus padres le agradecen su preocupación por la seguridad de su hija. Y estoy segura de que
ha tenido que tomarse muchas molestias para venir hasta aquí.—Ha sido un placer, señora —contestó educadamente.
Después de eso, poco podían decir Burdy o su padre. Charmaine y Diana lo habían hecho parecer un favor, y así era en realidad. De pronto se veían en deuda con el hombre al que llevaban detestando tantos años.—Sí, gracias señor Sanromán —añadió María, y Charmaine hizo lo mismo. Esteban se llevó la mano a su sombrero de paja y dio la vuelta.
—No le habéis dado las gracias —dijo Diana en voz baja a su marido y a su suegro. María se encogió. ¿Acaso no había bastado con que no se lanzaran a él?
De nuevo en el coche, Esteban movió las riendas sobre el lomo del caballo y se alejó.
—Deberíamos llevarla a casa —le dijo Mildred a su marido.
Su padre la miró.—¿Quieres ir a casa, María?
La pobre a punto estuvo de caerse de la silla. Jamás le habían preguntado lo que quería, y no tenía ni idea de por qué lo habría hecho en aquella ocasión,
pero no iba a dejar pasar la oportunidad de expresarse.—No. Quiero ver los concursos, los puestos callejeros y el baile de esta noche.
—Muy bien —contestó su padre, y su madre puso los brazos en jarras y frunció el ceño—. Pero si te cansas, nos lo dices, ¿eh?
Ella asintió.
