—Porque no quiero llevarme una desilusión —replicó—, como la que te vas a llevar tú cuando todos tus sueños queden reducidos a humo. Cuando
descubras que él no puede cuidar de ti como nosotros —enarcó una ceja y pronunció una dolorosa predicción—: cuando no puedas satisfacerle.Capítulo Doce
María se quedó rumiando aquellas palabras. ¿Que no podría complacerle?
—¿Qué quieres decir?—Los hombres son criaturas carnales, María. Sus gustos no son tan delicados como los de una mujer. Y tú… tú eres casi una niña.
Los pulmones le ardían y respiró hondo.—¿Estás hablando de pasión, madre? Porque yo deseo a Esteban tanto como
él a mí.—Puede que sea así, niña, pero ¿durará el amor que se supone que te profesa? Si en tu estado físico no eres siquiera capaz de caminar a su ritmo, ¿cómo podrás satisfacerle íntimamente?
María sintió un agudo dolor en el pecho y dejó la taza sobre la mesa con tanta fuerza que el té la rebasó y fue a parar sobre el almidonado mantel de su
madre. Hubiera querido taparse los oídos y no escuchar aquella locura, aquella crueldad.
—No creo… no creo que la comparación sea justa. Sí, es un hombre fuerte y saludable, pero también es tierno y comprensivo.—No me estás escuchando —repitió su madre—. Nunca has querido avenirte a razones. Haz lo que quieras, lo que estás decidida a hacer, pero no me vengas llorando cuando descubras que tenía razón.
—Es que no la tienes. Esteban me quiere y me ve como una persona
completa.—Piensa lo que quieras.
María se levantó. A la leve luz de la lámpara miró a su madre en silencio, pero ella le devolvió la mirada con letal superioridad.
—Gracias por tu ayuda y tu orientación maternal. Una mujer siempre recuerda el día de su boda, y yo siempre recordaré que tú te negaste a proporcionarme el más mínimo apoyo.—No quiero ser responsable de que este matrimonio te destroce el
corazón.—Es imposible. Eso ya lo has hecho tú.
Y salió cojeando de la habitación deseando más que nunca poder caminar con donaire y rezando porque su madre estuviese equivocada. Se sentó en el borde de la cama hasta que el amanecer se coló por entre las lamas de las persianas y dibujó un patrón anaranjado sobre la alfombra de
flores. Alguien llamó entonces a la puerta. ¿Habría cambiado de opinión su madre?
—Adelante.Glenda se asomó.
—Buenos días. ¿Has conseguido dormir algo?—Un par de horas, quizá.
—Lo mismo que yo. Estaba tan nerviosa.
—No sueles venir los domingos.
Glenda entró.—Te he calentado agua para el baño y te ayudaré a secarte el pelo y peinártelo.
María se levantó y la abrazó.
—Gracias —le dijo con voz ahogada.Glenda la acompañó al baño que estaba junto a la cocina. Había
encendido la chimenea y el agua humeaba en la bañera de cobre.
—Aquí tienes las sales, el agua de lilas y toallas limpias.María sonrió para darle las gracias y Glenda salió mientras María se quitaba ya el camisón de algodón y se metía en la bañera. Se lavó bien el pelo y Glenda volvió a entrar con varios cubos para aclarárselo. Una vez terminó, se sentó delante del fuego envuelta en una toalla caliente y Glenda le desenredó
la melena antes de secársela.
