Capitulo 11 MDA

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—Será mejor que dejemos que el tiempo suavice las cosas.
La postura de su madre tampoco le proporcionaba demasiadas
esperanzas, pero por encima de todo estaba la inconmensurable felicidad de saber que, de una vez por todas, Esteban y ella iban a estar juntos.
No más esconderse. No más secretos. Podrían estar juntos, y esa idea era tan liberadora como el haberse deshecho de su silla.

Capítulo Once

—Esteban va a venir esta noche —anunció María ante su madre, tras leer la nota que Glenda le había entregado.
Era día de limpieza y María llevaba puesto uno de los vestidos de trabajo que Glenda le había dado a cambio de los vestidos que María había cortado y cosido para sus hijas.
Mildred no contestó y siguió limpiando el polvo, como si no quisiera saber nada de lo que su hija tuviera que decirle.
A causa de lo mucho que estaba trabajando en la casa nueva, sólo había ido a verla una vez a la semana. En todas aquellas ocasiones, su madre se
había encerrado en su habitación pretextando un dolor de cabeza y ella lo había recibido en el porche, pero el otoño se acercaba y no tenía intención de seguir sentándose fuera cuando empezase a hacer frío.

—¿Tenías un ajuar muy grande cuando te casaste con Tim? —le preguntó a Glenda.

—Uy, sí. Tenía toallas y delantales que me había hecho mi abuela y una sartén de hierro que mi padre le había comprado a un viajante para mí. Me encanta esa sartén.

—¿Tú crees que un hombre espera que su futura mujer tenga esas cosas?
Y es que el ajuar había empezado a ser una preocupación constante para ella. Sabía que tenía que contribuir con algo a la casa, y por el momento no tenía mucho que ofrecer.

—Tendrás los regalos de boda —le recordó Glenda.

—Sí, claro.
Habían fijado una fecha, una fecha que su padre había recibido con el ceño fruncido y su madre había aceptado con un pétreo silencio porque no quedaba a un par de años. Ni Esteban ni ella querían esperar tanto, de modo que habían escogido el último domingo de octubre.
Su madre apenas le dirigía la palabra, como si hubiese hecho algo deliberadamente para herirla, y a María le dolía enormemente que una mujer
pudiese ser tan fría con su propia hija, que pudiera negarse a compartir su felicidad.

—¿De dónde vinieron esos candelabros, madre? —le preguntó cuando la vio limpiándolos, en un intento de encontrar algo que decir.

—Tu padre los compró en un viaje que hizo al este cuando tú eras un
bebé —contestó.

—Te ha comprado muchos regalos, ¿verdad?--La expresión de su madre se volvió pensativa. —¿Era guapo y encantador cuando lo conociste? —le preguntó. Era la primera vez que se atrevía a preguntarle algo tan directo y tan personal, así que no sabía qué clase de respuesta esperar. Mildred frotó enérgicamente la base del candelabro.

—Era el hombre que prefirió mi padre.

Los padres de María se habían mudado a aquella casa junto con su abuelo, que había enviudado, pocos años después de haberse casado. El padre de su madre también era banquero, y tuvo la visión de trasladarse a Colorado
e invertir en propiedades cuando la tierra estaba todavía barata y los leñadores necesitaban comprarla.

—¿Qué quieres decir? ¿Es que no pudiste decir nada en cuanto al hombre que iba a ser tu marido?

—Las jóvenes entonces hacíamos lo que era mejor para nuestro futuro —contestó. María la miró. Empezaba a comprender.

—¿Había algún otro hombre con el que habrías preferido casarte?

—No.
Mildred miró a Glenda, que estaba ocupada en limpiar la chimenea.

Mi dulce amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora